Página 433 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 2 (1996)

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Un llamado a la iglesia
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que fortalecen una vida pura, y que elevan el alma y la disponen a
la comunicación con Dios, no serán fácilmente alejadas de la senda
de rectitud y virtud. Serán fortalecidas en contra de los sofismas de
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Satanás; estarán preparadas para resistir sus seductoras artimañas.
La vanagloria, las modas del mundo, los deseos del ojo, y las
concupiscencias de la carne están relacionadas con la caída de los
desafortunados. Se fomenta lo que es agradable al corazón natural y
a la mente carnal. Si hubieran erradicado de sus corazones las con-
cupiscencias de la carne, no serían tan débiles. Si nuestras hermanas
sintieran la necesidad de purificar sus pensamientos, y nunca se per-
mitieran una conducta descuidada que lleva a actos incorrectos, no
mancharían para nada su pureza. Si vieran las cosas como Dios me
las ha presentado, sentirían tal repudio por los actos impuros que no
se encontrarían entre los que caen en las tentaciones de Satanás.
Un predicador puede tratar temas sagrados y santos y sin em-
bargo no tener un corazón santo. Puede entregarse a Satanás para
que obre maldad y corrompa las almas y cuerpos de su rebaño. No
obstante, si las mentes de las mujeres y las jóvenes que profesan
amar y temer a Dios, fueran fortificadas con su Espíritu, si hubieran
ejercitado sus mentes con pensamientos puros y se hubieran prepa-
rado para evitar toda apariencia de mal, estarían a salvo de cualquier
insinuación impropia y estarían protegidas de la corrupción que
prevalece a su alrededor. Refiriéndose a sí mismo el apóstol Pablo
escribió: “Sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre,
no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser
eliminado”.
1 Corintios 9:27
.
Si un ministro del Evangelio no controla sus bajas pasiones, si
no logra seguir el ejemplo del apóstol, y deshonra su profesión de fe
con el sólo hecho de mencionar la práctica del pecado, nuestras her-
manas ni por un instante debieran engañarse creyendo que el crimen
pierde su pecaminosidad en lo más mínimo porque su ministro se
atreve a practicarlo. El hecho de que hombres que ocupan lugares
de responsabilidad se muestren familiarizados con el pecado no
debiera disminuir la culpa y la enormidad del pecado en las mentes
de nadie. El pecado debiera aparecer exactamente tan pecaminoso,
tan horrendo, como había sido hasta entonces; y las mentes de los
puros y elevados debieran repudiar y evitar al que práctica el pecado,
como huirían de una serpiente cuya mordedura fuera mortal.
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