Cristo y las nacionalidades
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Cuando los creyentes, que esperaban el próximo regreso del
Señor, eran sólo un puñado, hace muchos años ya, los observadores
del sábado de Topsham, estado de Maine, se reunían para el culto
en la amplia cocina del Hno. Stockbridge Howland. Un sábado
de mañana, el Hno. Howland estaba ausente. Esto nos sorprendió,
porque era siempre puntual. Muy pronto le vimos llegar con el rostro
iluminado por la gloria de Dios. “Hermanos—dijo,—he hallado
algo, y es esto: podemos adoptar una conducta que nos garantice la
promesa de la Palabra divina: ‘No caeréis jamás.’ Voy a deciros de
qué se trata.”
Entonces contó que había notado que un hermano, que era un
pobre pescador, pensaba no ser estimado en lo que merecía, y que el
Hno. Howland y otros se creían superiores a él. Estaba equivocado;
pero ese sentimiento había impedido a ese hermano asistir a las
reuniones desde hacía algunas semanas. Así que el Hno. Howland
fué a su casa, y poniéndose de rodillas delante de él, le dijo:
—Perdóname, hermano; ¿qué daño te he hecho?
El hombre lo tomó del brazo y quiso hacer que se
levantara.
—No—dijo el Hno. Howland,—¿qué tienes contra
mí?
—No tengo nada contra ti.
—Pero algo debes tener—insistió el Hno. Howland,—
porque antes conversábamos juntos, mientras que ahora
no me hablas más; quiero saber lo que pasa.
—Levántate, Hno. Howland—repitió el hombre.
—No, hermano, no me levantaré.
—Entonces me toca a mí ponerme de rodillas—dijo;
y cayendo de rodillas, el pescador le confesó cuán niño
había sido y a cuántos malos pensamientos se había
entregado.—Ahora—añadió,—voy a apartar de mí todo
esto.