Página 129 - Mensajes Selectos Tomo 3 (2000)

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Capítulo 19—La encarnación
La plenitud de la humanidad de Cristo
No podemos entender cómo Cristo se hizo un pequeño e inde-
fenso bebé. El pudo haber venido a la tierra con tal hermosura que
se diferenciara totalmente de los hijos de los hombres. Su rostro
pudo haber sido radiante de luz, y su cuerpo alto y hermoso. Pudo
haber venido en una forma tal que encantara a los que lo miraran;
pero ésta no fue la forma en la cual Dios planeó que apareciera entre
los hijos de los hombres. Debía ser semejante a los que pertenecían
a la familia humana y a la raza judía. Sus facciones tenían que ser
semejantes a las de los seres humanos, y no debía tener tal belleza
en su persona, que la gente lo señalara como diferente de los demás.
Debía venir como miembro de la familia humana y presentarse como
un hombre ante el cielo y la tierra. Había venido a tomar el lugar del
hombre, a comprometerse en favor del hombre, a pagar la deuda que
los pecadores debían. Tenía que vivir una vida pura sobre la tierra, y
mostrar que Satanás había dicho una falsedad cuando afirmó que la
familia humana le pertenecía a él para siempre, y que Dios no podía
arrancarle a los hombres de sus manos.
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Los hombres contemplaron primero a Cristo como un bebé,
como un niño...
Cuanto más pensemos acerca de Cristo convirtiéndose en un
bebé sobre la tierra, tanto más admirable parece este tema. ¿Cómo
podía ser que el niño indefenso del pesebre de Belén siguiera siendo
el divino Hijo de Dios? Aunque no podamos entenderlo, podemos
creer que Aquel que hizo los mundos, por causa de nosotros se
convirtió en un niño indefenso. Aunque era más encumbrado que
ninguno de los ángeles, aunque era tan grande como el Padre en
su trono de los cielos, llegó a ser uno con nosotros. En él, Dios y
el hombre se hicieron uno; y es en este acto donde encontramos
la esperanza de nuestra raza caída. Mirando a Cristo en la carne,
miramos a Dios en la humanidad, y vemos en él el brillo de la gloria
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