Página 132 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 3 (2004)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 3
unos pocos meses nos llegaron noticias de la muerte del hermano Y.
Su propiedad fue dejada a sus hijos. En el pasado mes de diciembre
tuvimos una cita para celebrar reuniones en Vermont. Mi esposo es-
taba indispuesto y no pudo ir. A fin de atenuar un chasco demasiado
grande, consentí en ir a Vermont en compañía de la hermana Hall.
Hablé a la gente con cierta libertad, pero las reuniones de nuestra
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conferencia no estuvieron libres de obstáculos. Sabía que el Espíritu
del Señor no podía tener un camino libre de impedimentos hasta que
se hicieran confesiones y hubiese un quebrantamiento del corazón
ante Dios. No pude guardar silencio. El Espíritu del Señor estaba so-
bre mí y relaté brevemente la esencia de lo que he escrito. Mencioné
los nombres de algunos presentes que estaban interponiéndose en el
camino de la obra de Dios.
Se había demostrado ante ellos el resultado de dejar la propiedad
a los hijos mediante un testamento, y también de que los padres
traspasaran la responsabilidad de su mayordomía a sus hijos mien-
tras aún vivían. La codicia había inducido a los hijos del hermano
Y a seguir un curso de conducta erróneo. Esto era especialmente
cierto de uno de sus hijos. Trabajé fielmente, contando las cosas que
había visto en relación con la iglesia, especialmente respecto a los
hijos del hermano Y. Uno de estos hermanos, él mismo, un padre,
tenía corrompido el corazón y la vida, y era un descrédito para la
causa preciosa de la verdad presente; su baja norma moral estaba
pervirtiendo a la juventud.
El Espíritu del Señor vino a las reuniones, y algunos hicieron
confesiones humildes, acompañadas de lágrimas. Después de la
reunión tuve una entrevista con los hijos menores del hermano X.
Les rogué y les imploré que por el bien de sus almas dieran un
cambio radical a su conducta, abandonaran la compañía de aquellos
que los estaban conduciendo a la ruina, y buscaran las cosas que
contribuyeran a su paz. Mientras intercedía por estos jóvenes, mi
corazón se sintió atraído a ellos, y anhelé verlos sometidos a Dios.
Oré por ellos y los insté a orar por ellos mismos. Estábamos ganando
la victoria; estaban cediendo. Se oyó la voz de cada uno de ellos
en oración humilde y penitencial, y sentí que ciertamente la paz de
Dios descansaba sobre nosotros. Parecía que a nuestro alrededor
había ángeles, y me vi envuelta en una visión de la gloria de Dios.
Nuevamente se me mostró el estado de la causa. Vi que algunos se