Página 217 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 3 (2004)

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Obra misionera
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mundanales, pero no están dispuestos a arriesgar o invertir mucho en
la causa de Dios para enviar la verdad a sus semejantes, evidencian
que valoran sus tesoros terrenales de la misma manera [o] mucho
más que los celestiales, como lo muestran sus obras.
Si los hombres depositaran sus tesoros terrenales sobre el altar de
Dios, y trabajaran tan celosamente para asegurarse el tesoro celestial
como lo hicieron para ganar el terrenal, invertirían recursos alegre y
gozosamente doquiera pudieran ver una oportunidad para hacer bien
y ayudar en la causa de su Maestro. Cristo les ha dado evidencias
inequívocas de su amor y fidelidad hacia ellos, y les ha confiado
medios para examinar y probar su fidelidad hacia él. Él dejó el cielo,
sus riquezas y gloria, y por causa de ellos se hizo pobre, para que
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ellos, a través de su pobreza, pudieran ser enriquecidos. Después de
mostrar así su condescendencia para salvar al hombre, Cristo le pide
no menos que eso para que él se niegue a sí mismo y use los medios
que Jesús le ha prestado para salvar a sus semejantes, y de ese modo
dar evidencia de su amor por su Redentor y mostrar que valora la
salvación que le ha sido traída mediante tal sacrificio infinito.
Ahora es el tiempo de usar recursos para Dios. Ahora es el
tiempo de ser rico en buenas obras, depositando para nosotros un
buen fundamento contra el tiempo que se avecina, para que podamos
asirnos de la vida eterna. Un alma salvada en el reino de Dios es
de más valor que todas las riquezas terrenales. Somos responsables
ante Dios por las almas de aquellos con quienes hemos sido puestos
en contacto, y cuanto más cercanas sean nuestras relaciones con
nuestros semejantes mayor será nuestra responsabilidad. Somos una
gran hermandad, y el bienestar de nuestros semejantes debiera ser
nuestro gran interés. No tenemos un momento que perder. Si hemos
sido descuidados en este asunto, ya es hora de que procuremos
fervientemente redimir el tiempo, no sea que la sangre de las almas
se encuentre en nuestras ropas. Como hijos de Dios, ninguno de
nosotros está eximido de tomar parte en la gran obra de Cristo en la
salvación de nuestros semejantes.
Será un trabajo difícil vencer el prejuicio y convencer a los incré-
dulos de que nuestros esfuerzos para ayudarlos son desinteresados.
Pero esto no debiera obstruir nuestra labor. No hay ningún precepto
en la Palabra de Dios que nos diga que hagamos el bien sólo a aque-
llos que aprecian y responden a nuestros esfuerzos, y beneficiemos