Página 163 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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La toma de Jericó
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Los sacerdotes obedecieron las órdenes de su dirigente y se
pusieron delante del pueblo, llevando el arca de la alianza. Las
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huestes hebreas se dispusieron en orden de marcha y siguieron el
símbolo de la presencia divina. La gran columna se adentró en el
valle del Jordán y, tan pronto como los pies de los sacerdotes tocaron
las aguas del río, el curso se interrumpió y las aguas que quedaron río
abajo siguieron corriendo, dejando seco el lecho. Cuando llegaron a
la mitad del cauce, los sacerdotes recibieron la orden de permanecer
ahí hasta que las huestes hebreas lo hubieran cruzado. Eso grabaría
aún más profundamente en sus mentes que la fuerza que retenía
las aguas del Jordán era la misma que, cuarenta años atrás, había
permitido que sus padres cruzaran el mar Rojo.
Muchos que, siendo aún niños, habían cruzado el mar Rojo cru-
zaban ahora el Jordán gracias a un milagro similar. Eran guerreros
pertrechados para la batalla. Después de que el último de los sol-
dados de Israel hubo cruzado, Josué ordenó a los sacerdotes que
salieran del río. Cuando hubieron salido y trajeron el arca a un
lugar seguro, Dios retiró su poderosa mano y las aguas que se ha-
bían ido acumulando irrumpieron río abajo formando una poderosa
avenida que llenó todo el canal natural de la corriente. El Jordán
siguió corriendo como una inundación irresistible, anegando toda su
cuenca.
Pero antes de que los sacerdotes hubieran salido del río, para
que este maravilloso milagro no fuera olvidado jamás, el Señor
ordenó a Josué que seleccionara hombres notables de cada tribu para
que tomaran piedras del lugar del río donde los sacerdotes habían
permanecido y las llevaran en sus hombros hasta Gilgal; allí debían
erigir un monumento en memoria del hecho de que Dios había hecho
posible que Israel cruzara el Jordán a pie seco. Sería un recordatorio
continuo del milagro que el Señor había obrado por ellos. A medida
que los años fueran pasando, los niños preguntarían la razón del
monumento y, una y otra vez, escucharían la maravillosa historia
hasta que quedara indeleblemente grabada en sus mentes hasta la
última generación.
Cuando todos los reyes de los amorreos y los reyes de los cana-
neos oyeron que el Señor había retenido las aguas del Jordán ante los
hijos de Israel, sus corazones sucumbieron al pánico. Los israelitas
habían derrotado a dos de los reyes de Moab y el cruce maravilloso