Página 165 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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La toma de Jericó
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siguieran una preparación especial antes de entrar en el lugar donde
se revelaba su gloria.
El que se alzaba delante de Josué era el Hijo de Dios. Era el que
había conducido a los hebreos por el desierto, como una columna
de nubes durante el día y de fuego durante la noche. Para que Josué
supiera que no se trataba de nadie más sino Cristo, el Altísimo, dijo:
“Quita tu calzado de tus pies”.
Éxodo 3:5
. Luego dio instrucciones a
Josué al respecto de cómo se debían comportar para tomar Jericó.
Todos los guerreros recibirían orden de dar una vuelta a la ciudad
cada día durante seis días y el séptimo deberían dar siete vueltas.
Josué dio órdenes a los sacerotes y al pueblo para que hicieran
según le había indicado el Señor. Dispuso las huestes de Israel en
formación perfecta. En primer lugar iba un cuerpo selecto de hom-
bres armados, recubiertos de su indumentaria de guerra, no para que
mostraran sus habilidades con las armas, sino para que obedecieran
las órdenes que se les daban. Los seguían siete sacerdotes con sendas
trompetas. Detrás de ellos otros sacerdotes, cubiertos con ricas y
preciosas vestiduras que delataban su sagrada función, llevaban el
arca de Dios, recubierta de oro bruñido, sobre la cual brillaba un
halo de gloria. El gran ejército de Israel seguía en perfecto orden y
agrupada cada tribu bajo su respectivo estandarte. Dispuestos de esta
manera circundaron la ciudad con el arca de Dios. No se escuchaba
otro sonido que la marcha de ese poderoso ejército y la solemne
voz de las trompetas que resonaba entre las colinas y entraba en las
calles de Jericó.
Admirados y alarmados, los guardas de la ciudad condenada
tomaban nota y daban cuenta a las autoridades de cada uno de los
movimientos de los hebreos. No eran capaces de imaginar qué sig-
nificaba todo ese despliegue. Jericó había desafiado a los ejércitos
de Israel y del Dios del cielo, pero cuando miraron esa poderosa
hueste que marchaba alrededor de su ciudad una vez al día con toda
la pompa y majestad de la guerra, con la grandiosidad del arca y los
sacerdotes que la llevaban, el impresionante misterio atizó el terror
en el corazón de los príncipes y del pueblo. Una vez más inspec-
cionaron sus fuertes defensas y se sintieron seguros de que podrían
resistir el más poderoso ataque. Muchos ridiculizaron la idea de que
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esas extrañas manifestaciones de sus enemigos pudieran causarles
daño alguno; otros sintieron temor al contemplar la majestad y el