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Testimonios para la Iglesia, Tomo 4
habían suplicado que no lo quemara. Cuando la ira de aquel mal-
vado monarca se alzó contra Jeremías y su escriba, ordenó que los
aprehendieran inmediatamente; “pero Jehová los escondió”.
Jere-
mías 36:26
. Después que el rey hubo quemado el sagrado rollo, la
palabra de Dios vino a Jeremías, diciendo: “Vuelve a tomar otro
rollo, y escribe en él todas las palabras primeras que estaban en el
primer rollo que quemó Joacim rey de Judá. Y dirás a Joacim rey de
Judá: ‘Así ha dicho Jehová: Tu quemaste este rollo, diciendo: ¿Por
qué escribiste en él diciendo: De cierto vendrá el rey de Babilonia,
y destruirá esta tierra, y hará que no queden en ella ni hombres ni
animales?’”.
Jeremías 36:28-29
.
El Dios de misericordia advertía al pueblo por su bien. “Quizá”,
dijo el Creador compasivo, “oiga la casa de Judá todo el mal que yo
pienso hacerles, y se arrepienta cada uno de su mal camino, y yo
perdonaré su maldad y su pecado”
Jeremías 36:3
Dios se apiada de
la ceguera y la perversidad del hombre; envía luz a su entendimiento
sumido en tinieblas por medio de reprobaciones y amenazas con el
fin de que los poderosos se den cuenta de su ignorancia y lamenten
sus errores. Hace que los que se complacen en sí mismos se sientan
insatisfechos con sus logros y busquen mayores bendiciones con
una unión más estrecha con el cielo.
El plan de Dios no es enviar mensajeros que complazcan y adulen
a los pecadores. Sus mensajes no arrullan a los que permanecen en
la seguridad carnal y no se santifican. Pone pesadas cargas sobre
las conciencias de los que obran el mal y traspasa sus almas con
afiladas flechas de culpabilidad. Los ángeles ministradores presentan
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ante ellos los temibles juicios de Dios para que sientan su gran
necesidad y fuerza el clamor de agonía: “¿Qué puedo hacer para ser
salvo?” La misma mano que humilla hasta el polvo, que reprende el
pecado y avergüenza el orgullo y la ambición, levanta al penitente y
quebrantado y pregunta llena de compasión: “¿Qué quieres que te
haga?”
Marcos 10:51
.
Cuando el hombre ha pecado contra el Dios santo y misericor-
dioso, no hay conducta más noble que el arrepentimiento sincero y la
confesión de sus errores con lágrimas en los ojos y el alma doliente.
Dios sólo acepta un corazón traspasado y un espíritu contrito. Pero
el rey y sus gobernantes, llenos de orgullo y arrogancia, rechazaron
la invitación de Dios para que regresaran a él. No estaban dispues-