Página 261 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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Un llamamiento a los ministros
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son incapaces de estimular al alma para que discierna la enormidad
del pecado y erradicarlo del corazón.
Los ministros deberían poner especial cuidado en no esperar
demasiado de las personas que todavía andan a tientas en las tinieblas
del error. Deben desempeñar bien su tarea, confiando en Dios para
impartir a las almas interesadas la misteriosa y estimulante influencia
de su Santo Espíritu, sabiendo que sin ella su labor será infructuosa.
Deben ser pacientes y sabios en su trato con las mentes, recordando
la multiplicidad de circunstancias que han desarrollado unos rasgos
tan distintos en cada individuo. Deben guardarse estrictamente si
no quieren que el yo tome la supremacía y Jesús quede fuera de la
cuestión.
Algunos ministros fracasan porque no dedican todo su interés
a la obra, porque mucho depende de que la labor sea persistente y
bien dirigida. Muchos no son obreros; no prosiguen con su tarea
fuera del púlpito. Descuidan el deber de ir de casa en casa y trabajar
sabiamente en el círculo doméstico. Es preciso que cultiven esa
rara cortesía cristiana que los haría amables y considerados con las
almas que están a su cuidado, trabajando para ellas con verdadera
sinceridad y fe, enseñándoles el modo en que deben vivir.
Los ministros pueden desempeñar un gran papel en el moldeado
del carácter de aquellos con los que se relacionan. Si son ásperos,
críticos y exigentes, con toda certeza descubrirán esos desdichados
rasgos en las personas sobre las cuales ejercen mayor influencia.
Aunque el resultado, quizá, no sea de la naturaleza que deseen, no
es otra cosa que el efecto de su propio ejemplo.
No se puede esperar que las personas disfruten de la paz y la
armonía a menos que sus maestros, cuyos pasos siguen hayan desa-
rrollado ampliamente esos principios y los manifiesten en sus vidas.
El ministro de Cristo tiene grandes responsabilidades que enfrentar
si quiere ser un ejemplo para su pueblo y un correcto exponente de
la doctrina de su Maestro. A la vez que su amor abnegado y amable
benignidad ganaba sus corazones, la pureza y la dignidad moral del
Salvador inspiraban reverencia a lo hombres. Era la personificación
de la perfección. Si sus representantes quieren ver que los frutos de
su labor son similares a los que coronaron el ministerio de Cristo
deben esforzarse sinceramente para imitar sus virtudes y cultivar
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aquellos rasgos de carácter que harán que se parezcan a él.