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Testimonios para la Iglesia, Tomo 4
fuera, formando un muro viviente de varios metros de grosor. Los
pulmones y la garganta me afligían mucho, aunque creía que Dios me
ayudaría en una ocasión tan importante como esa. Cuando empecé a
hablar, me olvidé de mis dolores y fatiga porque me di cuenta de que
me dirigía a unas personas que no consideraban que mis palabras
fuesen historias ociosas. El discurso duró más de una hora sin que
la atención decayera un instante. Cuando se hubo cantado el himno
de clausura, los dirigentes del Club de Reforma y Temperancia
de Haverhill me solicitaron, como también me solicitaron el año
anterior, que hablara ante su Asociación el lunes por la tarde. Me vi
obligada a declinar la invitación porque ya me había comprometido
a hablar en Danvers.
El lunes por la mañana tuvimos una sesión de oración en la
tienda para interceder por mi esposo. Presentamos su caso al gran
Médico. Fue una sesión maravillosa y la paz del cielo descendió
sobre nosotros. A mi mente acudieron estas palabras: “Esta es la
victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”.
1 Juan 5:4
. Todos
sentimos la bendición de Dios que descendía sobre nosotros. Luego
nos reunimos en la gran tienda; mi esposo se nos unió y habló
durante un corto espacio de tiempo, pronunciando preciosas palabras
que provenían de su corazón, suavizado e iluminado por un profundo
sentimiento de la misericordia y la bondad de Dios. Se esforzó por
hacer que los creyentes de la verdad se dieran cuenta de que recibir la
seguridad de la gracia de Dios en el corazón es un privilegio y que las
grandes verdades que creemos deben santificar la vida, ennoblecer
el carácter y ejercer una influencia salvífica en el mundo. Los ojos
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llenos de lágrimas de los oyentes mostraban que sus consejos habían
tocado e impregnado sus corazones.
Después retomamos el trabajo en el punto en que lo habíamos
dejado el sábado y la mañana transcurrió dedicada al trabajo especial
en favor de los pecadores y los que se habían apartado, de los cuales
doscientos habían avanzado para orar; sus edades iban desde niños
de diez años hasta hombres y mujeres de cabeza plateada. Más de
una veintena ponían por primera vez los pies en la senda de la vida.
Por la tarde se bautizaron treinta y ocho personas y un gran número
demoraron el bautismo hasta su regreso a sus casas.
La tarde del lunes, en compañía del hermano Canright y otros,
viajé a Danvers. Mi esposo no pudo acompañarme. Cuando desapa-