282
Testimonios para la Iglesia, Tomo 4
alejada del mar. Entonces se desencadenó una terrible tormenta. Las
naves no respondían a sus deseos y eran bamboleados de un lado
a otro hasta tal punto que, presos de la desesperanza, dejaron de
remar. Tenían la certeza de que iban a morir. Sin embargo, mientras
la tormenta y el oleaje conversaban con la muerte, Cristo, que se
había quedado en tierra, se les apareció, andando tranquilo sobre las
turbulentas y agitadas aguas. Estaban perplejos porque sus esfuerzos
habían sido vanos y su situación era, en apariencia, desesperada; por
eso lo habían dado todo por perdido. Cuando vieron a Jesús, que
estaba delante de ellos, encima de las aguas, su terror aumentó. Lo
tomaron por un seguro precursor de su muerte inmediata. Clamaron,
presa del pánico. Sin embargo, a pesar de que su aparición fuese
tenida como un presagio de muerte, él acudía como mensajero de
vida. Su voz se escuchó por encima del fragor de los elementos: “Yo
[284]
soy; no temáis”.
Juan 6:20
. La escena cambió rápidamente del horror
y la desesperación al gozo y la esperanza. Era el amado Maestro.
Los discípulos ya no sintieron más angustia ni temor de la muerte
porque Cristo estaba con ellos.
¿Desobedeceremos a la Fuente de todo poder, cuya ley obedecen
incluso las olas y el mar? ¿Temeré ponerme bajo la protección del
que dice que ni un gorrión cae al suelo sin que lo sepa nuestro Padre
celestial?
Cuando casi todos ya se hubieron retirado a sus cabinas yo
permanecí en la cubierta. El capitán me había facilitado una silla
reclinable y algunas mantas para protegerme del aire helado. Sabía
que si me encerraba en el camarote me marearía. Llegó la noche,
la oscuridad cubrió el mar y las grandes olas hacían que el barco
cabeceara terriblemente. Esa gran nave era un cascarón en medio de
las aguas despiadadas; aun así, los ángeles del cielo, enviados por
Dios para que cumplieran sus órdenes, la guardaban y protegían su
marcha. De no ser así, habríamos sido engullidos en un momento
sin que quedara rastro de ese espléndido navío. Pero el Dios que
alimenta a los cuervos, que cuenta los cabellos de nuestras cabezas,
no nos olvidó.
El capitán pensó que hacía demasiado frío para que yo permane-
ciera en cubierta. Le dije que, en lo se refería a mi seguridad, prefería
permanecer allí toda la noche que ir a mi camarote, en el que había
dos mujeres mareadas y donde no podría respirar aire puro. Él res-