Página 293 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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Experiencias y trabajos
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adventistas del séptimo día envíen a sus hijos a nuestra escuela,
donde pueden recibir directamente una influencia salvífica.
El viaje desde Oregón fue agitado, pero mi estado era mejor que
en la anterior travesía. El barco, “el Idazo”, no cabeceaba, se balan-
ceaba. A bordo nos dispensaron un trato muy amable. Entablamos
muchas y gratas amistades y distribuimos nuestras publicaciones a
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varias personas, lo que dio origen a conversaciones muy provecho-
sas. Cuando llegamos a Oakland descubrimos que habían plantado
la tienda y que un gran número había abrazado la verdad gracias al
trabajo del hermano Healey. Hablamos varias veces en la tienda. El
sábado, el primer día, las iglesias de Oakland y San Francisco se
reunieron y tuvimos encuentros muy provechosos e interesantes.
Estaba muy ansiosa por asistir a la reunión de campo de Califor-
nia pero había asuntos que debía atender en las reuniones de campo
de la costa este. Cuando se me presentó el estado de cosas en la
costa este supe que tenía que dar mi testimonio especial para los
hermanos de la Asociación de Nueva Inglaterra y me sentí forzada a
abandonar California.
De viaje hacia el este
El 28 de julio, en compañía de mi hija Emma y Edith Donaldson,
partimos de Oakland hacia la costa este. Ese mismo día llegamos a
Sacramento y nos recibieron el hermano y la hermana Wilkinson,
quienes nos dispensaron una calurosa bienvenida y nos alojaron
en su casa. Allí fuimos excelentemente agasajados durante nuestra
estancia. Según lo convenido, yo hablé el domingo. La casa estaba
repleta de una congregación atenta y el Señor me dio libertad para
hablar en su nombre. El lunes volvimos a tomar el ferrocarril y nos
detuvimos en Reno, Nevada, donde teníamos una cita para hablar el
martes por la tarde en la tienda en que el hermano Loughborough
impartía un curso de predicación. Hablé con libertad a aproxima-
damente cuatrocientos oyentes atentos sobre las palabras de Juan:
“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados
hijos de Dios”.
1 Juan 3:1
.
Mientras cruzábamos el gran desierto americano, polvoriento y
calcinado, a pesar de que disfrutábamos de todas las comodidades y
nos deslizábamos rápida y suavemente por los raíles, arrastrados por