Página 356 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 4
los casos, sus capacidades son limitadas; muchos han recibido en
herencia rasgos fuertes y débiles de carácter que, decididamente,
son defectos. Esas particularidades condicionan la vida.
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La sabiduría que da Dios llevará a los hombres a su propio
examen. La verdad los convencerá de sus errores y ofensas. El
corazón debe abrirse para ver, apercibirse y reconocer esas ofensas y,
así, con la ayuda de Jesús, cada uno debe iniciar la tarea de vencerlas.
Al fin y al cabo, el conocimiento obtenido por los sabios del mundo,
por más diligentes que sean en adquirirlo, es limitado e inferior. Muy
pocos entienden los caminos y las obras de Dios en los misterios
de su providencia. Avanzan unos pasos y se desorientan porque
pierden toda referencia. El pensador superficial se tiene por sabio.
Los hombres de sólidos valores y altos logros están más dispuestos
a admitir la debilidad de su propio entendimiento. Dios exige que
todo aquél que afirme ser su discípulo sea más un alumno que un
maestro y esté más inclinado a aprender que a enseñar.
Cuántos hombres de nuestro tiempo no profundizan suficien-
temente. Sólo acarician la superficie. No pensarán con suficiente
detenimiento para ver las dificultades y combatirlas, y tampoco exa-
minarán todos los temas importantes que encuentren con estudio
reflexivo y en oración, con suficiente interés y precaución para ver
dónde reside el verdadero punto importante. Hablan de materias
que no han sopesado cuidadosa y completamente. A menudo las
personas sinceras e inteligentes tienen ideas sobre sí mismas que
deben ser rechazadas pues, de otro modo, los que tienen menor fuer-
za mental correrán el peligro de formarse una opinión errónea. Los
prejuicios forman los hábitos y las costumbres, los sentimientos y
los deseos tienen una influencia variable. A veces, día a día y con
persistencia, se sigue una conducta porque es un hábito y no porque
la aprueba la mente. En estos casos, la desviación proviene más de
los sentimientos que del deber.
Si pudiésemos entender nuestras propias flaquezas y ver los ras-
gos engañosos de nuestro carácter que necesitan ser reprimidos,
veríamos cuánto nos queda por hacer; por lo que humillaríamos
nuestros corazones y los pondríamos en la poderosa mano de Dios.
Al unir nuestras desvalidas almas a Cristo supliríamos nuestra ig-
norancia con su sabiduría, nuestra debilidad con su fuerza y nuestra
flaqueza con su poder. Unidos a Dios, seríamos luces en el mundo.
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