Página 36 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 4
Hijo de Dios para aprovecharse de su debilidad y vencerlo, echando
así por tierra el plan de salvación. Pero Cristo se mantuvo firme.
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Venció en favor de la humanidad con el fin de poder rescatarla de
la degradación producida por la caída. La experiencia de Cristo es
para nuestro beneficio. Su ejemplo al vencer el apetito muestra el
camino para los que desean seguirle y finalmente darse cita con él
en su trono.
Cristo sufrió hambre en el sentido más pleno. Por lo general, la
humanidad tiene todo lo que necesita para mantener su existencia. Y
sin embargo, tal como nuestros primeros padres, desean lo que Dios
quisiera evitarles porque no es lo mejor para ellos.
Cristo sufrió hambre de alimento necesario y resistió la tentación
de Satanás relativa al apetito. La complacencia del apetito intempe-
rante crea en el hombre caído deseos antinaturales por las cosas que
eventualmente causarán su ruina.
El hombre salió de la mano de Dios perfecto en todas las faculta-
des, y por lo tanto en perfecta salud. Se necesitaron más de dos mil
años de complacencia del apetito y pasiones lujuriosas para crear en
el organismo humano un estado de cosas que disminuyera la fuerza
vital. A través de generaciones sucesivas, la tendencia descendente
se aceleró. La complacencia del apetito y la pasión combinadas
causaron excesos y violencia; el libertinaje y las abominaciones de
todas clases debilitaron las energías y trajeron sobre la humanidad
enfermedades de todo tipo, hasta que el vigor y la gloria de las
primeras generaciones desaparecieron, y en la tercera generación
desde Adán, el hombre comenzó a mostrar señales de decadencia.
Las generaciones sucesivas posteriores al diluvio, se degeneraron
más rápidamente aún.
Todo este peso de infortunios y sufrimientos acumulados puede
ser atribuido a la indulgencia del apetito y la pasión. La vida de
molicie y el uso de vino corrompen la sangre, inflaman las pasiones
y producen enfermedades de todas clases. Pero el mal no termina
allí. Los padres dejan enfermedades como un legado para sus hijos.
Por regla general, cada individuo intemperante que engendra hijos,
transmite sus inclinaciones y tendencias malvadas a su descendencia;
de su propia sangre inflamada y corrompida, les traspasa enferme-
dad. La disolución, la enfermedad y la imbecilidad se transmiten
como una herencia de miseria de padres a hijos y de generación en