Página 398 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 4
no desde un punto de vista mundano. No debemos amoldarnos a las
costumbres del mundo, sino sacar el mejor partido de las posibilida-
des que Dios ha puesto a nuestro alcance para presentar la verdad a
la gente.
Cuando, como pueblo, nuestras obras correspondan a nuestra
profesión, veremos el cumplimiento de mucho más que ahora. Cuan-
do tengamos hombres tan consagrados como Elías, poseedores de
la fe que él poseía, veremos que Dios se nos revelará como se ma-
nifestó a los santos hombres de antaño. Cuando tengamos hombres
que, aunque reconociendo sus deficiencias, intercedan ante Dios con
fe ferviente como Jacob, veremos los mismos resultados. El poder
de Dios descenderá sobre el hombre en respuesta a la oración de fe.
Hay poca fe en el mundo. Son pocos los que viven cerca de Dios.
¿Y cómo podemos esperar recibir más poder y que Dios se revele
a los hombres, cuando se maneja su Palabra con negligencia y los
corazones no se santifican por la verdad? Hay hombres que no están
siquiera convertidos a medias, que confían en si mismos y se creen
suficientes por su carácter, y predican la verdad a otros. Pero Dios
no obra con ellos, porque no son santos en su corazón ni en su vida.
No andan humildemente con Dios. Debemos tener un ministerio
consagrado y entonces veremos la luz de Dios y su poder favorecerá
todos nuestros esfuerzos.
Los centinelas colocados antaño sobre los muros de Jerusalén y
otras ciudades ocupaban una posición de máxima responsabilidad.
De su fidelidad dependía la seguridad de todos los habitantes de
aquellas ciudades. Cuando se temía un peligro, ellos no debían callar
ni de día ni de noche. A intervalos debían llamarse uno a otro, para
ver si estaban despiertos, no fuese que le ocurriese daño a alguno
de ellos. Se colocaban centinelas sobre alguna prominencia que
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dominaba los lugares importantes que debían guardarse, y de ellos
se elevaba el clamor de amonestación o de buen ánimo. Este clamor
se transmitía de una boca a otra; cada uno repetía las palabras, hasta
que daba la vuelta entera a la ciudad.
Estos atalayas representan el ministerio, de cuya fidelidad de-
pende la salvación de las almas. Los dispensadores de los misterios
de Dios deben ser como atalayas sobre los muros de Sión; y si ven
llegar la espada, deben dar la amonestación. Si son centinelas dor-
midos y sus sentidos espirituales están tan embotados que no ven el