Los embajadores de Cristo
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peligro ni se dan cuenta de él y la gente perece, Dios les demandará
la sangre de ésta.
“Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel;
oirás, pues, tú la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte”.
Ezequiel 3:17
. Los atalayas necesitan vivir muy cerca de Dios, oír
su palabra y ser impresionados por su Espíritu, para que la gente
no confíe en vano en ellos. “Cuando yo dijere al impío: De cierto
morirás; y tú no le amonestares ni le hablares, para que el impío
sea apercibido de su mal camino a fin de que viva, el impío morirá
por su maldad, pero su sangre demandaré de tu mano. Pero si tú
amonestares al impío, y él no se convirtiere de su impiedad y de
su mal camino, él morirá por su maldad, pero tú habrás librado tu
alma”.
Ezequiel 3:18, 19
. Los embajadores de Cristo deben cuidar
de no perder, por su infidelidad, su propia alma y la de aquellos que
los oyen.
Se me han mostrado las iglesias de diferentes estados que profe-
san guardar los mandamientos de Dios y esperar la segunda venida
de Cristo. Se advierte en ellas una indiferencia alarmante, como
también orgullo, amor al mundo y una fría formalidad. Constituyen
el pueblo que se está volviendo rápidamente como el antiguo Israel
en cuanto concierne a la falta de espiritualidad. Muchos hacen alta
profesión de piedad, y sin embargo carecen de dominio propio. En
ellos rigen los apetitos y las pasiones, y predomina el yo. Muchos
son arbitrarios, intransigentes, intolerantes, orgullosos, jactanciosos
y sin consagración. Sin embargo, algunas de estas personas son mi-
nistros que manejan verdades sagradas. A menos que se arrepientan,
su candelero será quitado de su lugar. La maldición que el Salvador
pronunció sobre la higuera estéril es un sermón dirigido a todos
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los formalistas e hipócritas jactanciosos que se presentan ante el
mundo cubiertos de hojas engañosas pero que no dan fruto. ¡Qué
reprensión para los que tienen la forma de la piedad, mientras que en
su vida sin cristianismo niegan su eficacia! El que trató con ternura
al principal de los pecadores, el que nunca despreció la verdadera
mansedumbre y penitencia, por grande que fuese la culpa, hizo caer
severas acusaciones sobre los que hacían gran profesión de piedad a
la vez que negaban su fe con sus obras.