Página 520 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 4
impíos procederán impíamente, y ninguno de los impíos entenderá,
pero los entendidos comprenderán”.
Daniel 12:10
.
Jesús dijo a sus discípulos: “Aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón”.
Mateo 11:29
. Ruego a los que han aceptado la
responsabilidad de ser maestros que primero aprendan humildemen-
te, y permanezcan siempre como alumnos en la escuela de Cristo
para recibir del Maestro lecciones de mansedumbre y humildad de
corazón. La humildad de espíritu, combinada con la actividad fer-
viente, resultará en la salvación de las almas compradas a tan alto
precio por la sangre de Cristo. El ministro puede comprender y creer
la teoría de la verdad, y aun puede presentarla a otros; pero esto no
es todo lo que se requiere de él. “La fe, si no tiene obras, es muerta”.
Santiago 2:17
. Él necesita aquella fe que obra por amor y purifica
el alma. Una fe viva en Cristo pondrá toda acción de la vida y toda
emoción del alma en armonía con la verdad y con la justicia de Dios.
La inquietud, la exaltación propia, el orgullo, la pasión y cual-
quier otro rasgo de carácter que difiera de nuestro Dechado santo,
debe ser vencido; y entonces la humildad, la mansedumbre y la
sincera gratitud a Jesús por nuestra salvación, fluirán continuamente
del manantial puro del corazón. La voz de Jesús debe oírse en el
mensaje que cae de los labios de su embajador.
Debemos tener un ministerio convertido. La eficiencia y el poder
que acompañan a un ministro verdaderamente convertido harían
temblar a los hipócritas de Sión y harían temer a los pecadores. El
estandarte de la verdad y de la santidad está siendo arrastrado en el
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polvo. Si los que hacen oír las solemnes notas de amonestación para
este tiempo pudiesen comprender cuán responsables son ante Dios,
verían la necesidad que tienen de la oración ferviente. Cuando las
ciudades eran acalladas en el sueño de la medianoche, cuando cada
hombre había ido a su casa, Cristo, nuestro ejemplo, se dirigía al
monte de los Olivos, y allí, en medio de los árboles que le ocultaban,
pasaba toda la noche en oración. El que no tenía mancha de pecado,
el que era alfolí de bendición; Aquel cuya voz oían a la cuarta vigilia
de la noche, cual bendición celestial, los aterrorizados discípulos,
en medio de un mar tormentoso, y cuya palabra levantaba a los
muertos de sus sepulcros, era el que hacía súplicas con fuerte clamor
y lágrimas. No oraba por sí mismo, sino por aquellos a quienes
había venido a salvar. Al convertirse en suplicante, y buscar de