Página 192 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 5 (1998)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 5
allegan con fe, se dio vuelta con impaciencia. En esto vemos el
mismo espíritu que manifestó Ocozías.
No es seguro confiar en los médicos que no tienen temor de
Dios. Sin la influencia de la gracia divina, el corazón de los hom-
bres es “engañoso... más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo
conocerá?”
Jeremías 17:9
. El engrandecimiento propio es su blan-
co. ¡Cuántas iniquidades se ocultan bajo el manto de la profesión
médica, cuántos engaños se sostienen! El médico puede pretender
que posee gran sabiduría y habilidad maravillosa, mientras que su
carácter es relajado, y sus prácticas contrarias a las leyes de la vida.
El Señor nuestro Dios nos asegura que él aguarda para ser mise-
ricordioso; nos invita a invocarle en el día de la angustia. ¿Cómo
podemos apartarnos de él para confiar en un brazo de carne?
Venid conmigo al cuarto de un enfermo. Allí yace un esposo y
padre, un hombre que es una bendición para la sociedad y la causa de
Dios. Ha sido repentinamente postrado por la enfermedad. El fuego
de la fiebre parece consumirlo. Anhela un poco de agua pura para
mojar sus labios resecos, para aplacar la furiosa sed, y refrescar la
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frente febril. Pero no; el doctor ha prohibido el agua. Se le administra
el estímulo de una bebida alcohólica, se añade combustible al fuego.
La bendita agua, don del cielo, aplicada hábilmente, apagaría la
llama devoradora, pero se la reemplaza por drogas venenosas.
Por un tiempo, la naturaleza contiende por sus fueros, pero al
fin, vencida, renuncia a la lucha, y la muerte liberta al doliente.
Dios deseaba que ese hombre viviese, a fin de que beneficiase al
mundo; Satanás resolvió destruirlo, y logró hacerlo por el médico.
¿Hasta cuándo permitiremos que se apaguen así nuestras luces más
preciosas?
Ocozías mandó a sus siervos para interrogar a Baal-zebub, en
Ecrón; pero en vez de un mensaje del ídolo, oyó la terrible denuncia
del Dios de Israel: “Del lecho en que subiste no descenderás, antes
morirás ciertamente”. Fue Cristo quien ordenó a Elías que dijese
esas palabras al rey apóstata.
Jehová Emanuel tenía motivo para estar muy agraviado por la
impiedad de Ocozías. ¿Qué no habría hecho Cristo para ganar el
corazón de los pecadores, para inspirarles inquebrantable confianza
en sí mismo? Durante siglos había visitado a su pueblo con mani-
festaciones de la más condescendiente bondad y amor sin ejemplo.