Página 215 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 5 (1998)

Basic HTML Version

Una exhortación
211
constantemente se debilita. Muchos participan asiduamente en di-
versiones mundanales y desmoralizadoras prohibidas por la Palabra
de Dios. De esta manera cortan su vínculo con Dios y se unen a las
filas de los amadores de placeres del mundo. Los pecados que cau-
saron la destrucción de los antediluvianos y de las ciudades del valle
existen hoy, no solamente en los países paganos, no sólo entre los
que profesan un cristianismo popular, sino entre algunos de los que
profesan la esperanza del retorno del Hijo del hombre. Si Dios os
confrontase con estos pecados tal como aparecen ante su presencia,
os llenaríais de vergüenza y terror.
¿Y qué ha causado esta condición alarmante? Muchos han acep-
tado la teoría de la verdad sin haber experimentado una verdadera
conversión. Yo sé lo que digo. Son pocos los que experimentan
un verdadero arrepentimiento por el pecado, que realmente sienten
profundas y agudas convicciones de la depravación de su naturaleza
no regenerada. El corazón de piedra no es cambiado por uno de
carne. Pocos son los que están dispuestos a caer sobre la Roca y ser
desmenuzados.
No importa quiénes seamos o cómo hayamos vivido, podremos
ser salvos solamente de la manera establecida por Dios. Tenemos
que arrepentirnos, tenemos que caer indefensos sobre la Roca, que
[203]
es Cristo Jesús. Tenemos que sentir la necesidad de un médico y
del único remedio que existe para el pecado, que es la sangre de
Cristo. Este remedio puede conseguirse solamente por medio del
arrepentimiento para con Dios y fe en el Señor Jesucristo. En lo que
a esto se refiere, la obra está todavía por comenzar en muchos de
los que profesan ser cristianos y hasta ministros de Cristo. Como
los fariseos de antaño, muchos de vosotros no sentís la necesidad de
un Salvador. Sois autosuficientes y os exaltáis a vosotros mismos.
Dijo Cristo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al
arrepentimiento”.
Mateo 9:13
. La sangre de Cristo será de beneficio
sólo para aquellos que sientan la necesidad de su poder purificador.
¡Qué amor y qué condescendencia inigualables se manifestaron
al estar Cristo dispuesto a obrar nuestra redención, aun cuando no
teníamos derecho a su divina misericordia! No obstante, nuestro
gran Médico requiere de toda alma una sumisión incondicional. En
ningún momento debemos recetarnos nuestro propio remedio. Cristo
ha de tener en sus manos el control de la voluntad y la acción.