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Testimonios para la Iglesia, Tomo 5
Espíritu Santo. Creen en la ira de Dios, pero no se esfuerzan esmera-
damente para escapar de ella. Creen en el cielo, pero no se sacrifican
para obtenerlo. Creen en el valor del alma y que pronto cesará su
redención para siempre; sin embargo, descuidan las oportunidades
más preciosas de hacer las paces con Dios.
Tal vez lean la Biblia, pero las amenazas de ella no les causan
alarma y sus promesas no los atraen. Dan su aprobación a cosas
que de por sí son excelentes, pero siguen el camino que Dios les ha
prohibido tomar. Saben cuál es el refugio, pero no lo aprovechan.
Conocen el remedio del pecado, pero no se valen de él. Conocen
el bien, pero le han perdido el gusto. Todo el conocimiento que
tienen no hará otra cosa sino acrecentar su condenación. Nunca han
gustado y aprendido por experiencia propia que es bueno Jehová.
Hacerse discípulo de Cristo significa negarse a sí mismo y seguir
a Jesús venga mal o bien. Hay pocos que están haciendo esto ahora.
Muchos profetizan falsamente, y al pueblo le agrada que sea así;
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pero, ¿qué se hará al final de cuentas? ¿Cuál será el fallo cuando su
obra, con todos sus resultados, sea repasada ante la vista de Dios?
La vida cristiana es una batalla. El apóstol Pablo habla de luchas
contra principados y potestades, mientras peleaba la buena batalla
de la fe. Declara otra vez: “Porque aún no habéis resistido hasta
la sangre, combatiendo contra el pecado”.
Hebreos 12:4
. Oh, no,
hoy se acaricia y excusa el pecado. La aguda espada del Espíritu, la
Palabra de Dios, no corta profundamente en el alma. ¿Ha cambiado
la religión? ¿Se ha apaciguado la enemistad de Satanás para con
Dios? En un tiempo la vida religiosa presentaba ciertas dificultades
y requería abnegación. Todo esto se ha hecho muy fácil ahora. Y, ¿a
qué obedece? El pueblo profeso de Dios ha contemporizado con los
poderes de las tinieblas.
Es preciso que haya un renacimiento del testimonio directo. El
camino que conduce al cielo no es más suave hoy que en los días
de nuestro Salvador. Hemos de abandonar todos nuestros pecados.
Cada complacencia acariciada que estorba nuestra vida religiosa
tiene que ser cortada. El ojo derecho o la mano derecha, si fueren
causa de alguna ofensa, tendrán que ser sacrificados. ¿Estamos dis-
puestos a abandonar las amistades mundanas que hemos escogido?
¿Estamos dispuestos a sacrificar la aprobación de los hombres? El
premio de la vida eterna es de un valor infinito. ¿Nos esforzaremos y