La obra del ministro del evangelio
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Como adoradores del Dios verdadero y viviente, debemos llevar
fruto correspondiente a la luz y privilegios de que disfrutamos.
Muchos están adorando ídolos y no al Señor del cielo y de la tierra.
Cualquier cosa que los hombres amen y en la cual confíen, y que
sustituya al amor y la confianza completa en el Señor, se convierte
en ídolo y así queda registrada en los libros del cielo. A menudo las
mismas bendiciones se convierten en maldición. Las simpatías del
corazón humano, fortalecidas por el ejercicio, a veces se pervierten
de tal manera que se convierten en tropiezo. Si alguien es reprendido,
no falta nunca quien simpatice con él. Pasan por alto completamente
el perjuicio que se ha hecho a la causa de Dios por medio de la mala
influencia de aquel cuya vida y carácter no se asemejan en nada al
Modelo. Dios envía a sus siervos con un mensaje para un pueblo
que profesa seguir a Cristo; pero, algunos son hijos de Dios sólo de
nombre, y rechazan la amonestación.
De una manera maravillosa Dios ha dotado al hombre de la
facultad de la razón. Aquel que capacitó al árbol para llevar la carga
de agradable fruto, ha capacitado al hombre para llevar el precioso
fruto de la justicia. Ha colocado al hombre en su huerto y con ternura
lo ha cuidado, y espera que lleve fruto. En la parábola de la higuera,
Cristo dice: “He aquí hace tres años que vengo a buscar fruto”.
Lucas 13:7
. Por más de dos años el Dueño ha buscado el fruto
que tiene derecho a esperar de estas asociaciones, pero, ¿ha sido
premiada su búsqueda? Con mucho esmero cuidamos de un árbol
o planta favorita, en espera de que nos recompense produciendo
capullos, flores y fruto; y cuánto nos chasqueamos cuando lo único
que encontramos son hojas. ¡Con cuánta más preocupación y tierno
interés vela nuestro Padre celestial sobre el crecimiento espiritual
de aquellos a quienes él ha creado conforme a su propia imagen y
por quienes se dignó entregar a su Hijo para que fuesen elevados,
ennoblecidos y glorificados!
El Señor cuenta con sus agencias establecidas para comunicarse
con los hombres en sus yerros y descarríos. Sus mensajeros son
enviados para dar un testimonio claro, despertarlos de su somno-
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lencia y abrir ante su entendimiento las preciosas palabras de vida,
las Sagradas Escrituras. Estos hombres no han de ser solamente
meros predicadores, sino ministros, portadores de luz, centinelas
fieles que vean el peligro que amenaza y amonesten al pueblo. Han