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Testimonios para la Iglesia, Tomo 5
Hoy día hay una gran necesidad precisamente de un sincero y
profundo arrepentimiento y confesión. Aquellos que no han humi-
llado sus almas ante Dios en reconocimiento de su culpa, todavía
no han cumplido la primera condición del arrepentimiento. Si aún
no hemos experimentado ese arrepentimiento que sale del corazón
y que tiene resultados permanentes, y no hemos confesado nuestro
pecado con verdadera humillación del alma y quebrantamiento de
espíritu, aborreciendo la iniquidad, no hemos nunca buscado verda-
deramente el perdón de los pecados; y si nunca lo hemos buscado,
nunca hemos encontrado la paz de Dios. La única razón porque no
obtenemos la remisión de los pecados pasados es que no estamos
dispuestos a subyugar nuestros altivos corazones y cumplir con las
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condiciones de la palabra de verdad. Se ha dado instrucción muy
clara respecto a este asunto.
La confesión del pecado, sea pública o privada, debe ser de cora-
zón y libremente expresada. No hay que imponérsela al pecador. No
ha de llevarse a cabo de una manera liviana y descuidada, o extraerse
a la fuerza de los que no tienen una verdadera conciencia del carácter
aborrecible del pecado. La confesión que va mezclada con lágrimas
y tristeza, que representa la efusión de lo más profundo del alma,
encuentra el camino hacia el Dios de misericordia infinita. Dice el
salmista: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y
salva a los contritos de espíritu”.
Salmos 34:18
.
Hay demasiadas confesiones como las de Faraón cuando sufría
los juicios de Dios. Reconoció su pecado para escapar de un castigo
mayor, pero volvió a su desafío contra el cielo tan pronto como las
plagas cesaron. La confesión de Balaam fue de carácter parecido.
Lleno de terror por causa del ángel que obstruía su camino espada
en mano, admitió su culpa por temor a perder la vida. No hubo un
arrepentimiento genuino por el pecado, ninguna contrición, ningún
cambio de propósito, ningún aborrecimiento del mal, y ningún valor
o virtud en su confesión. Judas Iscariote, después de traicionar a su
Señor, se fue adonde los sacerdotes, exclamando: “Yo he pecado
entregando sangre inocente”.
Mateo 27:4
. Pero esta confesión no era
de un carácter tal como para encomendarlo a la misericordia de Dios.
Salió forzada de su alma culpable por un tremendo sentido de conde-
nación y una horrenda expectación de juicio. Las consecuencias que
le acarrearían, extrajeron este reconocimiento de su gran pecado. No