Página 239 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 8 (1998)

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Uno con Cristo en Dios
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también os améis unos a otros”.
Juan 13:34
. Debían vivir tan unidos
con Cristo que se vieran capacitados para cumplir sus requerimien-
tos. Debían ensalzar el poder de un Salvador que podía justificarlos
por su justicia.
Mas los primeros cristianos empezaron a buscar defectos unos
en otros. Al detenerse a hablar de sus faltas, al dejar entrar la crítica,
perdieron de vista al Salvador y el gran amor que había manifes-
tado hacia los pecadores. Se volvieron más estrictos respecto a las
ceremonias exteriores, más puntillosos acerca de la teoría de la fe,
más severos en sus críticas. En su celo por condenar a los demás,
olvidaban sus propios errores. Descuidaban las lecciones del amor
fraternal que Cristo les había enseñado y, lo que es más triste aún,
no se daban cuenta de lo que habían perdido. No comprendían que
la felicidad y la alegría se alejaban de su existencia, y que pronto,
habiendo ahuyentado de su corazón el amor de Dios, andarían en las
tinieblas.
El apóstol Juan, comprendiendo que el amor fraternal desapare-
cía de la iglesia, insistió muy particularmente en él. Hasta el día de
su muerte, suplicó a los creyentes que se ejercitaran constantemente
en el amor. Las cartas que dirigió a la iglesia están impregnadas
de este pensamiento. “Amados, amémonos unos a otros escribe él,
porque el amor es de Dios... Dios envió a su Hijo unigénito al mun-
do para que vivamos por él... Amados, si Dios nos ha amado así,
debemos también nosotros amarnos unos a otros”.
1 Juan 4:7-11
.
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Hay hoy una gran necesidad de amor fraternal en la iglesia de
Dios. Muchos de los que aseveran amar al Señor no tienen amor
hacia aquellos con quienes están unidos por vínculos de fraternidad
cristiana. Tenemos la misma fe, somos miembros de una misma
familia, somos todos hijos de un mismo Padre, y tenemos todos la
misma esperanza bendita de inmortalidad. ¡Cuán tiernos y estrechos
debieran ser los vínculos que nos unen! La gente del mundo nos
observa para ver si nuestra fe ejerce una influencia santificadora
sobre nuestros corazones. Prestamente discierne todo defecto de
nuestra vida y toda la consecuencia de nuestras acciones. No le
demos ocasión alguna de echar oprobio sobre nuestra fe.
No es la oposición del mundo lo que nos hace peligrar más. El
mal que los cristianos profesos guardan en su corazón nos expone
al más grave de los desastres, y retarda el progreso de la obra de