Página 327 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 8 (1998)

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Nuestra gran necesidad
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por tanto tiempo había llevado en la tierra, entró por las puertas de
la santa ciudad, el primero entre los hombres en entrar allí.
“Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte... y antes
que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios”.
Hebreos 11:5
.
A una comunión tal nos llama el Señor. La santidad del carácter
de aquellos que serán redimidos de entre los hombres en ocasión de
la segunda venida del Señor ha de ser como la de Enoc.
La experiencia de Juan el Bautista
Juan el Bautista fue enseñado por el Señor en su vida del desierto.
Estudiaba las revelaciones de Dios en la naturaleza. Bajo la dirección
del Divino Espíritu, estudiaba los pergaminos de los profetas. De
día y de noche, su estudio y meditación eran de Cristo, hasta que su
mente, corazón y alma se colmaron de la visión gloriosa.
Contemplaba al Rey en su hermosura, y perdía de vista el yo.
Contemplaba la majestad de la santidad y reconocía su propia in-
eficiencia y falta de mérito. Lo que debía declarar era el mensaje
de Dios. Era en el poder de Dios y su justicia que se mantendría
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firme. Estaba listo para salir como mensajero del cielo, sin temor a
lo humano, porque había contemplado lo divino. Podía mantenerse
con valor delante de la presencia de los monarcas del mundo porque
con temor y temblor se había postrado ante el Rey de reyes.
Juan declaró su mensaje sin tener que recurrir a argumentos
sutiles o teorías rebuscadas. De manera impresionante y con carácter,
pero llena de esperanza, su voz se escuchaba en el desierto diciendo:
“Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”.
Mateo
3:2
. Con un poder nuevo e inusitado, su voz conmovía a la gente. La
nación entera se conmovió. Las multitudes acudían al desierto.
Campesinos indoctos y pescadores de comarcas circunvecinas;
soldados romanos de las barracas de Herodes; capitanes luciendo
sus espadas al costado, listos para aplastar cualquier tipo de rebelión,
los publicanos avaros venidos de sus puestos; los sacerdotes del
Sanhedrín con sus filacterias, todos escuchaban absortos; y todos,
aún el fariseo y el saduceo, el burlador frío e insensible, salieron
-aplacadas sus muecas- con el corazón movido a compunción por sus
pecados. Herodes en su palacio oyó el mensaje, y este gobernante