Página 23 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 9 (1998)

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La crisis final
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Estando en Nueva York en cierta ocasión, se me hizo contemplar
una noche los edificios que, piso tras piso, se elevaban hacia el cielo.
Esos inmuebles que eran la gloria de sus propietarios y constructores
eran garantizados incombustibles. Se elevaban siempre más alto
y los materiales más costosos entraban en su construcción. Los
propietarios no se preguntaban cómo podían glorificar mejor a Dios.
El Señor estaba ausente de sus pensamientos.
Yo pensaba: ¡Ojalá que las personas que emplean así sus rique-
zas pudiesen apreciar su proceder como Dios lo aprecia! Levantan
edificios magníficos, pero el Soberano del universo sólo ve locura en
sus planes e invenciones. No se esfuerzan por glorificar a Dios con
todas las facultades de su corazón y de su espíritu. Se han olvidado
de esto, que es el primer deber del hombre.
Mientras se levantaban esas elevadas construcciones, sus pro-
pietarios se regocijaban con orgullo por tener suficiente dinero para
satisfacer sus ambiciones y excitar la envidia de sus vecinos. Gran
parte del dinero así empleado había sido obtenido injustamente,
explotando al pobre. Olvidaban que en el cielo toda transacción co-
mercial es anotada, que todo acto injusto y todo negocio fraudulento
son registrados. El tiempo vendrá cuando los hombres llegarán en
el fraude y la insolencia a un punto que el Señor no les permitirá
sobrepasar y entonces aprenderán que la paciencia de Jehová tiene
límite.
La siguiente escena que pasó delante de mí fue una alarma
de incendio. Los hombres miraban esos altos edificios, reputados
incombustibles, y decían: “Están perfectamente seguros”. Pero esos
edificios fueron consumidos como si hubieran sido de brea. Las
bombas contra incendio no pudieron impedir su destrucción. Los
bomberos no podían hacer funcionar sus máquinas.
Me fue dicho que cuando llegue el día del Señor, si no ocurre
algún cambio en el corazón de ciertos hombres orgullosos y llenos
de ambición, ellos comprobarán que la mano otrora poderosa para
salvar, lo será igualmente para destruir. Ninguna fuerza terrenal
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puede detener la mano de Dios. No hay materiales capaces de pre-
servar un edificio de lamina cuando llegue el tiempo fijado por Dios
para castigar el desconocimiento de sus leyes y el egoísmo de los
ambiciosos.