Página 27 - El Camino a Cristo (1993)

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Un poder misterioso que convence
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para nosotros. No debemos permanecer en espera de persuasiones
más fuertes, de mejores oportunidades, o de tener un carácter más
santo. Nada podemos hacer por nosotros mismos. Debemos ir a
Cristo tales como somos.
Pero nadie se engañe a sí mismo pensando que Dios, en su grande
amor y misericordia, salvará aun a los que rechazan su gracia. La
excesiva corrupción del pecado puede medirse tan sólo a la luz de la
cruz. Cuando los hombres insisten en que Dios es demasiado bueno
para desechar al pecador, miren al Calvario. Si Cristo cargó con la
culpa del desobediente y sufrió en lugar del pecador, fué porque
no había otra manera en que el hombre pudiera salvarse, porque
sin ese sacrificio era imposible que la familia humana escapase del
poder contaminador del pecado y fuese restituída a la comunión
con seres santos, era imposible que volviese a participar de la vida
espiritual. El amor, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios,
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todo atestigua la terrible enormidad del pecado y prueba que no hay
modo de escapar de su poder ni esperanza de una vida superior, sino
mediante la sumisión del alma a Cristo.
Algunas veces los impenitentes se excusan diciendo de los que
profesan ser cristianos: “Soy tan bueno como ellos. No son más
abnegados, sobrios ni circunspectos en su conducta que yo. Les
gustan los placeres y la complacencia propia tanto como a mí.” Así
hacen de las faltas ajenas una excusa para descuidar su deber. Pero
los pecados y las faltas de otros no disculpan a nadie, porque el Señor
no nos ha dado un modelo humano sujeto a errar. El inmaculado
Hijo de Dios es quien nos ha sido dado como ejemplo, y los que
se quejan de la mala conducta de quienes profesan ser creyentes
deberían presentar una vida mejor y ejemplos más nobles. Si tienen
un concepto tan alto de lo que un cristiano debe ser, ¿no es su
pecado tanto mayor? Saben lo que es correcto, y sin embargo rehusan
hacerlo.
Tened cuidado con las dilaciones. No posterguéis la obra de
abandonar vuestros pecados y buscar la pureza del corazón por
medio del Señor Jesús. En esto es donde miles y miles han errado
a costa de su perdición eterna. No insistiré aquí en la brevedad e
incertidumbre de la vida; pero se corre un terrible peligro, que no
se comprende lo suficiente, cuando se posterga el acto de ceder a la
voz suplicante del Santo Espíritu de Dios y se prefiere vivir en el