Un poder misterioso que convence
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no hay amonestación más terrible contra el hábito de jugar con el
mal que estas palabras del sabio: “Prenderán al impío sus propias
iniquidades.
Cristo está listo para libertarnos del pecado, pero no fuerza la
voluntad; y si ésta, por la persistencia en la transgresión, se inclina
por completo al mal, y no
deseamos
ser libres ni
queremos
aceptar la
gracia de Cristo, ¿qué más puede El hacer? Al rechazar deliberada-
mente su amor, hemos labrado nuestra propia destrucción. “¡He aquí
ahora es el tiempo acepto! ¡he aquí ahora es el día de salvación!
“¡Hoy, si oyereis su voz, no endurezcáis vuestros corazones!
“El hombre ve lo que aparece, mas el Señor ve el corazón,
el corazón humano con sus encontradas emociones de gozo y de
tristeza, el extraviado y caprichoso corazón, morada de tanta impu-
reza y engaño. El Señor conoce sus motivos, sus mismos intentos y
designios. Id a El con vuestra alma manchada tal cual está. Como
el salmista, abrid sus cámaras al ojo que todo lo ve, exclamando:
“¡Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón: ensáyame, y conoce
mis pensamientos; y ve si hay en mí algún camino malo, y guíame
en el camino eterno!
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Muchos aceptan una religión intelectual, una forma de santidad,
sin que el corazón esté limpio. Sea vuestra oración: “¡Crea en mí,
oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de
mí!
Sed leales con vuestra propia alma. Sed tan diligentes, tan
persistentes, como lo seríais si vuestra vida mortal estuviese en
peligro. Este es un asunto que debe decidirse entre Dios y vuestra
alma, y es una decisión para la eternidad. Una esperanza supuesta,
que no sea más que esto, llegará a ser vuestra ruina.
Estudiad la Palabra de Dios con oración. Ella os presenta, en
la ley de Dios y en la vida de Cristo, los grandes principios de la
santidad, “sin la cual nadie verá al Señor.
Convence de pecado;
revela plenamente el camino de la salvación. Prestadle atención
como a la voz de Dios hablando a vuestra alma.
Cuando veáis la enormidad del pecado, cuando os veáis como
sois en realidad, no os entreguéis a la desesperación, pues a los peca-
dores es a quienes Cristo vino a salvar. No tenemos que reconciliar a
Dios con nosotros, sino que—¡oh maravilloso amor!—“Dios estaba
en Cristo, reconciliando consigo mismo al mundo.
Por su tierno
amor está atrayendo a sí los corazones de sus hijos errantes. Ningún