Página 76 - El Camino a Cristo (1993)

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El Camino a Cristo
Dios no pide que algunos de nosotros nos hagamos ermitaños o
monjes, ni que nos retiremos del mundo, a fin de consagrarnos a los
actos de adoración. Nuestra vida debe ser como la vida de Cristo,
que estaba repartida entre la montaña y la multitud. El que no hace
nada más que orar, pronto dejará de hacerlo, o sus oraciones llegarán
a ser una rutina formal. Cuando los hombres se alejan de la vida
social, de la esfera del deber cristiano y de la obligación de llevar
su cruz, cuando dejan de trabajar fervorosamente por el Maestro
que trabajó con ardor por ellos, pierden lo esencial de la oración
y no tienen ya estímulo para la devoción. Sus oraciones llegan a
ser personales y egoístas. No pueden orar por las necesidades de la
humanidad o la extensión del reino de Cristo ni pedir fuerza con que
trabajar.
Sufrimos una pérdida cuando descuidamos la oportunidad de
congregarnos para fortalecernos y edificarnos mutuamente en el
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servicio de Dios. Las verdades de su Palabra pierden en nuestras
almas su vivacidad e importancia. Nuestros corazones dejan de ser
alumbrados y vivificados por la influencia santificadora y nuestra
espiritualidad declina. En nuestro trato como cristianos perdemos
mucho por falta de simpatía mutua. El que se encierra completa-
mente dentro de sí mismo no ocupa la posición que Dios le señaló.
El cultivo apropiado de los elementos sociales de nuestra naturale-
za nos hace simpatizar con otros, y es para nosotros un medio de
desarrollarnos y fortalecernos en el servicio de Dios.
Si todos los cristianos se asociaran y se hablasen unos a otros
del amor de Dios y de las preciosas promesas de la redención, su
corazón se robustecería, y se edificarían mutuamente. Aprendamos
diariamente más de nuestro Padre celestial, obteniendo una nueva
experiencia de su gracia, y entonces desearemos hablar de su amor.
Mientras lo hagamos nuestro propio corazón se enternecerá y reani-
mará. Si pensáramos y habláramos más del Señor Jesús y menos de
nosotros mismos, tendríamos mucho más de su presencia.
Si tan sólo pensáramos en El tantas veces como tenemos pruebas
de su cuidado por nosotros, lo tendríamos siempre presente en nues-
tros pensamientos y nos deleitaríamos en hablar de El y en alabarle.
Hablamos de las cosas temporales porque tenemos interés en ellas.
Hablamos de nuestros amigos porque los amamos; nuestras tristezas
y alegrías están ligadas con ellos. Sin embargo, tenemos razones