Página 108 - El Conflicto Inminente (1969)

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El Conflicto Inminente
Por encima del trono se destaca la cruz; y como en vista pano-
rámica aparecen las escenas de la tentación, la caída de Adán y las
fases sucesivas del gran plan de redención. El humilde nacimiento
del Salvador; su juventud pasada en la sencillez y en la obediencia;
su bautismo en el Jordán; el ayuno y la tentación en el desierto; su
ministerio público, que reveló a los hombres las bendiciones más
preciosas del cielo; los días repletos de obras de amor y misericor-
dia, y las noches pasadas en oración y vigilia en la soledad de los
montes; las conspiraciones de la envidia, del odio y de la malicia con
que se recompensaron sus beneficios; la terrible y misteriosa agonía
en Getsemaní, bajo el peso anonadador de los pecados de todo el
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mundo; la traición que le entregó en manos de la turba asesina; los
terribles acontecimientos de esa noche de horror—el preso resignado
y olvidado de sus discípulos más amados, arrastrado brutalmente
por las calles de Jerusalén; el hijo de Dios presentado con visos de
triunfo ante Anás, obligado a comparecer en el palacio del sumo
sacerdote, en el pretorio de Pilato, ante el cobarde y cruel Herodes;
ridiculizado, insultado, atormentado y condenado a muerte—todo
eso está representado a lo vivo.
Luego, ante las multitudes agitadas, se reproducen las escenas
finales: el paciente Varón de dolores pisando el sendero del Calvario;
el Príncipe del cielo colgado de la cruz; los sacerdotes altaneros y
el populacho escarnecedor ridiculizando la agonía de su muerte; la
obscuridad sobrenatural; el temblor de la tierra, las rocas destrozadas
y los sepulcros abiertos que señalaron el momento en que expiró el
Redentor del mundo.
La escena terrible se presenta con toda exactitud. Satanás, sus
ángeles y sus súbditos no pueden apartar los ojos del cuadro que
representa su propia obra. Cada actor recuerda el papel que desem-
peñó. Herodes, el que mató a los niños inocentes de Belén para hacer
morir al Rey de Israel; la innoble Herodías, sobre cuya conciencia
pesa la sangre de Juan el Bautista; el débil Pilato, esclavo de las
circunstancias; los soldados escarnecedores; los sacerdotes y go-
bernantes, y la muchedumbre enloquecida que gritaba: “¡Recaiga
su sangre sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!”—todos contem-
plan la enormidad de su culpa. En vano procuran esconderse ante
la divina majestad de su presencia que sobrepuja el resplandor del