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Las recompensas
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claramente tu deber. ¿Por qué no has obedecido sus enseñanzas?
¿No sabias que era la voz de Dios? ¿No te ordené que escudriñaras
las Escrituras para que no te descarriaras? No sólo has arruinado tu
propia alma, sino que con tus alardes de piedad has descarriado a
muchos otros. No tienes parte conmigo. Apártate, apártate”.
Hay otros que permanecen pálidos y temblando, confiando en
Cristo y, sin embargo, oprimidos con el sentimiento de su propia
indignidad. Oyen con lágrimas de gozo y gratitud el encomio del
Maestro. Los días de incesante tarea, de carga abrumadora y de
temor y angustia son olvidados cuando aquella voz, más dulce que
la música de las arpas de los ángeles, pronuncia las palabras: “Bien,
buen siervo y fiel; entra en el gozo de tu Señor”. Allí está la hueste de
los redimidos, con la palma de victoria en su mano y la corona sobre
la cabeza. Estos son los que mediante fieles y fervientes labores han
obtenido una idoneidad para el cielo. La obra de su vida realizada en
la tierra es reconocida en las cortes celestiales como una obra bien
hecha.
Con gozo inenarrable, los padres ven la corona, el manto, el arpa
que son dados a sus hijos. Han terminado los días de espera y de
temor. La semilla sembrada con lágrimas y oraciones pudo haber
parecido ser sembrada en vano, pero la cosecha es recogída al fin
con gozo. Sus hijos han sido redímidos. Padres, madres, ¿henchirán
el canto de alegría en aquel día las voces de vuestros hijos?—
The
Signs of the Times, 1 de julio de 1886
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