Página 81 - Cristo Nuestro Salvador (1976)

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Ante Pilato y Herodes
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Herodes instó a Jesús a que hiciera algunos de sus grandes
milagros ante él. Le prometió ponerlo en libertad si lo hacía. Mandó
traer de la calle algunos tullidos y cojos y con tono de autoridad
mandó a Jesús que los curara. Pero el Salvador permaneció ante
Herodes como quien no ve ni oye.
El Hijo de Dios había tomado sobre sí la naturaleza del hombre
y tenía que hacer lo que el hombre hubiera tenido que hacer en
circunstancias análogas. Por lo tanto no podía efectuar un milagro
para satisfacer una vana curiosidad o para ahorrarse el dolor y la
humillación que un hombre cualquiera, colocado en su lugar, hubiera
tenido que sufrir.
El terror se había apoderado de sus acusadores cuando Herodes
pidió a Cristo que hiciera un milagro. Más que cualquiera otra cosa
temían una manifestación de su poder divino, que dejara frustrados
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sus planes y que tal vez les acarrearía a ellos la muerte. Por esto
dijeron a gritos que Jesús hacía sus milagros por el poder de Belcebú,
príncipe de los demonios.
Tiempo antes Herodes había escuchado las enseñanzas de Juan
Bautista; había sido muy impresionado por las amonestaciones del
profeta, pero no quiso abandonar su vida de intemperancia y de peca-
do. Su corazón se endureció y por fin, bajo los efectos de la bebida,
mandó decapitar a Juan para complacer a la perversa Herodías.
Pero ahora su corazón estaba aun más endurecido. No pudo
soportar el silencio de Jesús. Su rostro se demudó de furor y pro-
rrumpió en amenazas contra el Salvador, el cual permanecía aún
impasible y mudo.
Cristo había venido al mundo para sanar a los quebrantados de
corazón. Si se hubiera tratado de decir alguna palabra para sanar
almas heridas por el pecado, no habría guardado silencio. Pero no
tenía nada que decir a aquellos impíos que sólo habrían hollado la
verdad bajo sus pies.
El Salvador habría podido dirigir a Herodes palabras que pene-
traran el corazón del rey empedernido. Habría podido aterrorizarlo
haciéndole presente la enorme iniquidad de su vida y la espantosa
suerte que le esperaba. Pero el silencio de Cristo fué la reprensión
más fuerte que se le hubiera podido hacer.
Los oídos que siempre habían estado dispuestos a escuchar el
clamor de las súplicas humanas no prestaron atención alguna al