Página 91 - Cristo Nuestro Salvador (1976)

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La muerte de Cristo
Al entregar su vida preciosa, Cristo no se sintió animado de
un gozo triunfante. Su corazón estaba desgarrado por el dolor y
oprimido por la tristeza. Pero no fueron el temor a la muerte ni el
suplicio de cruz los que causaron a Cristo tan terribles padecimientos.
Fué el gravísimo peso de los pecados del mundo y el sentimiento de
hallarse separado del amor de su Padre lo que quebrantó su corazón
y causó tan rápida muerte al Hijo de Dios.
Cristo experimentó el dolor que experimentarán los pecadores
cuando comprendan la realidad del peso de su transgresión, y sepan
que se han separado para siempre de la dicha y la paz del cielo.
Los ángeles contemplaron con asombro la agonía del Salvador.
La angustia de su alma era tal que casi no sentía el suplicio de la
cruz.
La misma naturaleza parecía armonizar con aquella escena. El
sol que había brillado con claridad hasta mediodía, se obscureció
entonces por completo. Alrededor de la cruz todo era tinieblas,
tan densas como en la más obscura medianoche. Estas tinieblas
sobrenaturales duraron tres horas.
Un terror desconocido se apoderó de todos los que allí estaban.
Cesaron los escarnios y las maldiciones. Hombres, mujeres y niños
se postraron en tierra llenos de espanto.
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De vez en cuando vivísimos relámpagos rasgaban las nubes y
dejaban ver un instante la cruz y al Redentor crucificado. Todos
creyeron que la hora de la retribución había llegado.
A la hora novena se desvaneció la obscuridad de sobre la gente,
pero siguió envolviendo al Salvador como en un manto. Los relám-
pagos parecían lanzados contra él. Fué entonces cuando prorrumpió
en aquella exclamación de amargura: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por
qué me has desamparado?”
Marcos 15:34
.
Entre tanto la obscuridad se extendió sobre Jerusalén y los llanos
de Judea. Todas las miradas dirigidas hacia aquella ciudad vieron
los rayos terribles de la ira de Dios lanzados sobre ella.
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