Página 241 - Consejos para la Iglesia (1991)

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La crítica y sus efectos
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El hombre envidioso no ve el bien en los demás
No debemos permitir que nuestras perplejidades y chascos car-
coman nuestras almas y nos llenen de inquietud e impaciencia. No
ofendamos a Dios permitiendo que haya contienda, malas sospechas,
o maledicencia. Hermano mío, si usted abre su corazón a la influen-
cia de la envidia y las malas sospechas, el Espíritu Santo no podrá
morar con usted. Procure la plenitud que hay en Cristo. Trabaje de
acuerdo con él. Permita que cada pensamiento, palabra y acción
revele a Cristo. Usted necesita un bautismo diario del amor que en
los días de los apóstoles hizo a todos unánimes. Este amor impartirá
salud al cuerpo, al espíritu y al alma. Rodee su alma de una atmós-
fera que fortalezca la vida espiritual. Cultive la fe, la esperanza, el
valor y el amor. Deje que reine en su corazón la paz de Dios
La envidia no es simplemente una perversión del carácter, sino
un disturbio que trastorna todas las facultades. Empezó con Satanás.
El deseaba ser el primero en el cielo, y, porque no podía tener todo el
poder y la gloria que buscaba, se rebeló contra el gobierno de Dios.
Envidió a nuestros primeros padres, y los indujo a pecar, y así los
arruinó a ellos y a toda la familia humana.
El hombre envidioso cierra los ojos para no ver las buenas cua-
lidades y nobles acciones de los demás. Está siempre listo para
despreciar y representar falsamente lo excelente. Con frecuencia
los hombres confiesan y abandonan otras faltas; pero poco puede
esperarse del envidioso. Puesto que envidiar a una persona es admitir
que ella es superior, el orgullo no permitirá ninguna concesión. Si se
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hace un esfuerzo para convencer de su pecado a la persona envidiosa,
se exacerba aún más contra el objeto de su pasión y con demasiada
frecuencia permanece incurable.
El envidioso difunde veneno dondequiera que vaya, enajenando
amigos y levantando odio y rebelión contra Dios y los hombres. Trata
de que se le considere el mejor y el mayor, no mediante esfuerzos
heroicos y abnegados para alcanzar el blanco de la excelencia de sí
mismo, sino permaneciendo donde está y disminuyendo el mérito
de los esfuerzos ajenos.
El apóstol Santiago declara que la lengua que se deleita en el
agravio, la lengua chismosa que dice: Cuente, que yo también le
contaré, es inflamada del infierno. Esparce tizones por todos lados.