Página 257 - Consejos para la Iglesia (1991)

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Un llamado a la juventud
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de Dios, por severos y crueles que parezcan; y enseña a los hijos a
someterse enteramente a sus padres y a Dios. Por la obediencia de
Abrahán se nos enseña que nada es demasiado precioso para darlo a
Dios.
Dios entregó a su Hijo a una vida de humillación, pobreza, tra-
bajo, odio, y a la muerte agonizante de la crucifixión. Pero no había
ningún ángel que comunicase el gozoso mensaje: “Basta; no nece-
sitas morir, mi muy amado Hijo”. Legiones de ángeles aguardaban
tristemente, esperando que, como en el caso de Isaac, Dios impi-
diera en el último momento su muerte ignominiosa. Pero no se les
permitió a los ángeles llevar un mensaje tal al amado Hijo de Dios.
La humillación que sufrió en el tribunal y en el camino al Calvario,
prosiguió. Fue escarnecido, ridiculizado, escupido. Soportó las bur-
las, los desafíos y el vilipendio de los que le odiaban, hasta que en
la cruz doblegó su frente y murió.
¿Podría Dios habernos dado prueba mayor de su amor que al
dar así a su Hijo para que pasase por estas escenas de sufrimiento?
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Y como el don de Dios al hombre fue el don gratuito de su amor
infinito, así sus derechos a nuestra confianza, nuestra obediencia,
todo nuestro corazón y la riqueza de nuestros afectos, son corres-
pondientemente infinitos. Requiere todo lo que el hombre puede dar.
La sumisión de nuestra parte debe ser proporcional al don de Dios.
Debe ser completa, sin ninguna reserva. Todos somos deudores de
Dios. El tiene sobre nosotros derechos que no podemos satisfacer
sin entregarnos en sacrificio pleno y de buen grado. Exige nuestra
obediencia pronta y voluntaria, y no aceptará nada que no llegue a
esto. Tenemos ahora oportunidad de asegurarnos el amor y el favor
de Dios. Este puede ser el último año de vida de algunos de los
que leen esto. ¿Hay, entre los jóvenes que leen esta súplica, quienes
prefieran los placeres de este mundo a la paz que Cristo da a quien
busca fervientemente su voluntad y la hace alegremente
Pesado en la balanza
Dios pesa nuestros caracteres, conducta y motivos en la balanza
del santuario. Será algo terrible si nuestro Redentor, quién murió en
la cruz para atraer nuestros corazones a él, nos declara faltos de amor
y obediencia. Dios nos ha concedido dones grandes y preciosos.