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Consejos para la Iglesia
vado, a saber, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios. Si
pudiésemos comprender plenamente esto, sentiríamos que pesa so-
bre nosotros la gran responsabilidad de mantenernos en la mejor
condición de salud, a fin de prestar a Dios un servicio perfecto. Pero
cuando nos conducimos de manera que nuestra vitalidad se gasta,
nuestra fuerza disminuye y el intelecto se anubla, pecamos contra
Dios. Al seguir esta conducta no le glorificamos en nuestro cuerpo
ni en nuestro espíritu que son suyos, sino que cometemos lo que es
a su vista un grave mal
La obediencia es un asunto de deber personal
El Creador del hombre ha dispuesto la maquinaria viviente de
nuestro cuerpo. Toda función ha sido hecha maravillosa y sabiamen-
te. Y Dios se ha comprometido a conservar esta maquinaria humana
marchando en forma saludable, si el agente humano quiere obedecer
las leyes de Dios y cooperar con él. Toda ley que gobierna la maqui-
naria humana ha de ser considerada tan divina en su origen, en su
carácter y en su importancia como la Palabra de Dios. Toda acción
descuidada y desatenta, todo abuso cometido con el maravilloso
mecanismo del Señor, al desatender las leyes específicas que rigen
la habitación humana, es una violación de la ley de Dios. Podemos
contemplar y admirar la obra de Dios en el mundo natural, pero la
habitación humana es la más admirable
Puesto que las leyes de la naturaleza son las leyes de Dios, sen-
cillamente es nuestro deber dar a estas leyes un estudio cuidadoso.
Debemos estudiar sus requerimientos con respecto a nuestros pro-
pios cuerpos, y conformarnos a ellos. La ignorancia en estas cosas
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es pecado.
Cuando los hombres y las mujeres se convierten de verdad, res-
petan concienzudamente las leyes de la vida que Dios ha establecido
en su ser, y así tratan de evitar la debilidad física, mental y moral.
La obediencia a estas leyes ha de convertirse en un deber personal.
Nosotros mismos debemos sufrir los males producidos por la vio-
lación de la ley. Debemos dar cuenta a Dios por nuestros hábitos
y prácticas. Por lo tanto, la pregunta que debemos hacernos no es:
“¿Qué dirá el mundo?”, sino “¿cómo trataré yo, que pretendo ser un
cristiano, la habitación que Dios me ha dado? ¿Trabajaré para lograr