Página 37 - Consejos para la Iglesia (1991)

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El don profético y Elena G. de White
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gran altura pero no hallaba palabras para decírselo a nadie. Era algo
grandioso. La espuma del mar nos salpicaba... El viento soplaba
reciamente más allá de la ‘Puerta de oro’ [se refiere al puente Golden
Gate] y yo jamás gocé tanto como en esa oportunidad”.
Después observó los ojos atentos del capitán y la celeridad de la
tripulación para obedecer sus órdenes, y comentó:
“Dios mantiene al viento sujeto en sus manos. El controla las
aguas. No somos más que meros puntos en el ancho y hondo mar
del Pacífico; sin embargo, los ángeles del cielo son enviados para
guardarnos en este pequeño bote de vela a medida que surca las olas.
¡Oh, qué maravillosas son las obras de Dios! ¡Tan por encima de
nuestro entendimiento! En una sola mirada él contempla los más
altos cielos y también el medio del mar”
Temprano en su vida, Elena G. de White adoptó una actitud de
alegría en la adversidad. Cierta vez preguntó: “¿Me veis alguna vez
tétrica, abatida o quejosa? Mi fe me lo prohíbe. Lo que induce un
estado tal es un concepto erróneo de lo que es el verdadero ideal del
carácter y servicio cristianos... El servicio cordial y voluntario que
se rinda a Jesús produce una religión alegre. Los que siguen a Cristo
más de cerca no son tétricos
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En otra ocasión escribió: “En algunos casos, se ha tenido la idea
de que la alegría no cuadra con la dignidad del carácter cristiano, pero
esto es un error. En el cielo todo es gozo”
Descubrió que si uno
prodiga sonrisas, recibe sonrisas; si uno habla palabras bondadosas,
le hablarán con palabras bondadosas.
No obstante, hubo veces cuando sufrió mucho. Pasó un período
de gran sufrimiento muy poco después de haber ido a Australia para
ayudar en la obra de Dios. Durante casi 1 año estuvo muy enferma
y sufrió intensamente. Durante meses estuvo confinada en cama y
sólo podía dormir unas pocas horas por la noche. Acerca de esta
experiencia escribió lo siguiente en una carta a un amigo:
“Cuando por primera vez me encontré en este estado de impo-
tencia lamenté profundamente el haber cruzado el amplio mar. ¿Por
qué no me encontraba en América? ¿Por qué estaba en este país a tal
costo? Muy a menudo hubiera hundido la cara entre las cobijas para
llorar. Pero no me permití el lujo de llorar por mucho tiempo. Me
dije a mí misma: ‘Elena G. de White, ¿qué estás pensando? ¿No has
venido acaso a Australia porque sentías que era tu deber ir adonde