Página 382 - Consejos para la Iglesia (1991)

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Consejos para la Iglesia
sumas mucho mayores en la tesorería del Señor. Imitarían así a su
Redentor, quien dejó el cielo, sus riquezas y su gloria, y por amor de
nosotros se hizo pobre, a fin de que pudiésemos tener las riquezas
eternas.
Pero son muchos los que, al comenzar a juntar riquezas mate-
riales, calculan cuánto tardarán en poseer cierta suma. En su afán
de acumular una fortuna, dejan de enriquecerse para con Dios. Su
generosidad no se mantiene a la par con lo que reúnen. A medida
que aumenta su pasión por las riquezas, sus afectos se entrelazan
con su tesoro. El aumento de su propiedad fortalece el intenso de-
seo de tener más, hasta que algunos consideran que el dar al Señor
el diezmo es una contribución severa e injusta. La inspiración ha
declarado: “Si se aumentan las riquezas, no pongáis el corazón en
ellas”.
Salmos 62:10
. Muchos han dicho: “Si yo fuese tan rico como
Fulano, multiplicaría mis donativos para la causa de Dios. No haría
otra cosa con mi riqueza sino emplearla para el adelantamiento de
la causa de Dios”. Dios ha probado a algunos de éstos dándoles
riquezas, pero con éstas las tentaciones se hicieron más intensas, y
su generosidad fue mucho menor que en los días de su pobreza. Un
ambicioso deseo de mayores riquezas absorbió su mente y corazón,
y cometieron idolatría
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Una promesa hecha a Dios es obligatoria y sagrada
Cada uno ha de ser su propio asesor, y se le deja dar según
se propone en su corazón. Pero hay algunos que son culpables
del mismo pecado que cometieron Ananías y Safira, pues piensan
que si retienen una porción de lo que Dios pide en el sistema del
diezmo, los hermanos no lo sabrán nunca. Así pensaba la pareja
culpable cuyo ejemplo se nos da como advertencia. En este caso
Dios demostró que escudriña el corazón. No pueden ocultársele los
motivos y propósitos del hombre. Dejó a los cristianos de todas las
épocas una amonestación perpetua a precaverse del pecado al cual
los corazones humanos están continuamente inclinados.
Cuando se ha hecho, en presencia de nuestros hermanos, la pro-
mesa verbal o escrita de dar cierta cantidad, ellos son los testigos
visibles de un contrato formalizado entre nosotros y Dios. La prome-
sa no se hace al hombre, sino a Dios, y es como un pagaré dado a un