Página 395 - Consejos para la Iglesia (1991)

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Los cristianos en todo el mundo llegan a ser uno en Cristo
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Quiero exhortaros, hermanos y hermanas, a no levantar un muro
de separación entre las diferentes nacionalidades. Esforzaos, por el
contrario, en derribarlo en todas partes donde exista. Deberíamos
esforzarnos para llevar a todo el mundo a la armonía que hay en
Jesús y trabajar con un solo fin: la salvación de nuestros semejantes.
Hermanos míos en este ministerio, ¿aceptaréis las ricas promesas
de Dios? ¿Ocultaréis al yo para dejar aparecer a Jesús? El yo debe
morir antes que Dios pueda obrar por nuestro medio. Siento alarma
cuando veo asomar el yo aquí y allá, en uno y en otro. En el nombre
de Jesús de Nazaret, os declaro que vuestra voluntad debe morir;
debe identificarse con la voluntad de Dios. El desea fundiros y
purificaros de toda mácula. Una gran obra debe ser hecha en vosotros
antes que podáis ser henchidos del poder de Dios. Os suplico que os
acerquéis a él a fin de poder recibir sus ricas bendiciones antes de
terminar estas reuniones
La relación de Cristo con las nacionalidades
Cristo no reconocía distinción de nacionalidad, jerarquía o credo.
Los escribas y fariseos querían acaparar todos los dones del cielo
en favor de su nación, con exclusión del resto de la familia de Dios
en el mundo entero. Pero Jesús vino para derribar toda barrera
de separación. Vino a mostrar que el don de su misericordia y de
su amor, como el aire, la luz o la lluvia que refresca el suelo, no
reconoce límites.
Por su vida Cristo estableció una religión sin casta, merced a
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la cual judíos y paganos, libres y esclavos quedan unidos por un
vínculo fraternal de igualdad delante de Dios. Ningún exclusivismo
influía en sus actos. No hacía ninguna diferencia entre prójimos y
extraños, amigos o enemigos. Su corazón era atraído hacia toda alma
que tuviese sed del agua de la vida.
No menospreciaba a ser humano alguno, y procuraba aplicar a
toda alma la virtud sanadora. En cualquier sociedad que estuviese,
presentaba una lección apropiada al tiempo y a las circunstancias.
Todo desprecio y todo ultraje que los hombres infligían a sus se-
mejantes no hacían sino hacerle sentir tanto más hondamente la
necesidad en que se hallaban de su simpatía divino-humana. Procu-
raba hacer nacer la esperanza en el más rústico de los hombres y en