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Consejos para la Iglesia
Espíritu Santo, y nuestros semblantes se iluminaron refulgentemente
con la gloria de Dios, como le sucedió a Moisés al bajar del Sinaí.
Los 144.000 estaban todos sellados y perfectamente unidos. En
su frente llevaban escritas las palabras: “Dios, nueva Jerusalén”, y
además una brillante estrella con el nuevo nombre de Jesús. Los
impíos se enfurecieron al vernos en aquel santo y feliz estado, y
querían apoderarse de nosotros para encarcelarnos, cuando extendi-
mos la mano en el nombre del Señor y cayeron rendidos al suelo.
Entonces conoció la sinagoga de Satanás que Dios nos había amado,
a nosotros que podíamos lavarnos los pies unos a otros y saludarnos
fraternalmente con ósculo santo, y ellos adoraron a nuestras plantas.
Pronto se volvieron nuestros ojos hacia el oriente, donde había
aparecido una nubecilla negra del tamaño de la mitad de la mano
de un hombre, que era, según todos comprendían, la señal del Hijo
del hombre. En solemne silencio, contemplábamos cómo iba acer-
cándose la nubecilla, volviéndose cada vez más esplendorosa hasta
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que se convirtió en una gran nube blanca cuya parte inferior parecía
fuego. Sobre la nube lucía el arco iris y en torno de ella aleteaban
diez mil ángeles cantando un hermosísimo himno. En la nube estaba
sentado el Hijo del hombre. Sus cabellos, blancos y rizados, le caían
sobre los hombros; y llevaba muchas coronas en la cabeza. Sus pies
parecían de fuego; en la mano derecha tenía una hoz aguda y en la
izquierda llevaba una trompeta de plata. Sus ojos eran como llama
de fuego, y escudriñaban de par en par a sus hijos. Palidecieron
entonces todos los semblantes y se tornaron negros los de aquellos a
quienes Dios había rechazado. Todos nosotros exclamamos: “¿Quién
podrá permanecer? ¿Está mi vestidura sin manchas?” Después ce-
saron de cantar los ángeles, y por un rato quedó todo en pavoroso
silencio cuando Jesús dijo: “Quienes tengan las manos limpias y
puro el corazón podrán subsistir. Bástaos mi gracia”. Al escuchar
estas palabras, se iluminaron nuestros rostros y el gozo llenó todos
los corazones. Los ángeles pulsaron una nota más alta y volvieron a
cantar, mientras la nube se acercaba a la tierra.
Luego resonó la argentina trompeta de Jesús, a medida que él
iba descendiendo en la nube, rodeado de llamas de fuego. Miró las
tumbas de sus santos dormidos. Después alzó los ojos y las manos
hacia el cielo, y exclamó: “¡Despertad! ¡Despertad! ¡Despertad los
que dormís en el polvo, y levantaos!” Hubo entonces un formidable