Página 55 - Consejos para la Iglesia (1991)

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Una visión de la recompensa de los fieles
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terremoto. Se abrieron los sepulcros y resucitaron los muertos re-
vestidos de inmortalidad. Los 144.000 exclamaron: “¡Aleluya!” al
reconocer a los amigos que la muerte había arrebatado de su lado, y
en el mismo instante nosotros fuimos transformados y nos reunimos
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con ellos para encontrar al Señor en el aire.
Juntos entramos en la nube y durante siete días fuimos ascen-
diendo al mar de vidrio, donde Jesús sacó coronas y nos las ciñó
con su propia mano. Nos dio también arpas de oro y palmas de
victoria. En el mar de vidrio, los 144.000 formaban un cuadro per-
fecto. Algunas coronas eran muy brillantes y estaban cuajadas de
estrellas, mientras que otras tenían muy pocas; y sin embargo, todos
estaban perfectamente satisfechos con su corona. Iban vestidos con
un resplandeciente manto blanco desde los hombros hasta los pies.
Había ángeles en todo nuestro derredor mientras íbamos por el mar
de vidrio hacia la puerta de la ciudad. Jesús levantó su brazo potente
y glorioso y, posándolo en la perlina puerta, la hizo girar sobre sus
relucientes goznes y nos dijo: “En mi sangre lavasteis vuestras ropas
y estuvisteis firmes en mi verdad. Entrad”. Todos entramos, con el
sentimiento de que teníamos perfecto derecho a estar en la ciudad.
Allí vimos el árbol de la vida y el trono de Dios, del que fluía
un río de agua pura, y en cada lado del río estaba el árbol de la vida.
En una margen había un tronco del árbol y otro en la otra margen,
ambos de oro puro y transparente. Al principio pensé que había dos
árboles; pero al volver a mirar vi que los dos troncos se unían en
su parte superior y formaban un solo árbol. Así estaba el árbol de
la vida en ambas márgenes del río de vida. Sus ramas se inclinaban
hacia donde nosotros estábamos, y el fruto era espléndido, semejante
a oro mezclado con plata.
Todos nos ubicamos bajo el árbol, y nos sentamos para contem-
plar la gloria de aquel paraje, cuando los Hnos. Fitch y Stockman,
que habían predicado el evangelio del reino y a quienes Dios había
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puesto en el sepulcro para salvarlos, se llegaron a nosotros y nos
preguntaron qué había sucedido mientras ellos dormían. Procuramos
recordar las pruebas más grandes por las que habíamos pasado, pero
resultaban tan insignificantes frente al incomparable y eterno peso
de gloria que nos rodeaba, que no pudimos referirlas, y todos excla-
mamos: “¡Aleluya! Muy poco nos ha costado el cielo”. Pulsamos