Página 56 - Consejos para la Iglesia (1991)

Basic HTML Version

52
Consejos para la Iglesia
entonces nuestras áureas arpas cuyos ecos resonaron en las bóvedas
del cielo.
Con Jesús al frente, descendimos todos de la ciudad a la tierra,
y nos posamos sobre una gran montaña que, incapaz de sostener a
Jesús, se partió en dos, de modo que quedó hecha una vasta llanura.
Miramos entonces y vimos la gran ciudad con doce cimientos y doce
puertas, tres en cada uno de sus cuatro lados y un ángel en cada
puerta. Todos exclamamos: “¡La ciudad” ¡la gran ciudad! ¡ya baja,
ya baja de Dios, del cielo!” Descendió, pues, la ciudad, y se asentó
en el lugar donde estábamos. Comenzamos entonces a mirar las es-
pléndidas afueras de la ciudad. Allí vi bellísimas casas que parecían
de plata, sostenidas por cuatro columnas engastadas de preciosas
perlas muy admirables a la vista. Estaban destinadas a ser residen-
cias de los santos. En cada una había un anaquel de oro. Vi a muchos
santos que entraban en las casas y, quitándose las resplandecientes
coronas, las colocaban sobre el anaquel. Después salían al campo
contiguo a las casas para hacer algo con la tierra, aunque no en modo
alguno como para cultivarla como hacemos ahora. Una gloriosa luz
circundaba sus cabezas, y estaban continuamente alabando a Dios.
Vi otro campo lleno de toda clase de flores, y al cortarlas, excla-
[63]
mé: “No se marchitarán”. Después vi un campo de alta hierba, cuyo
hermosísimo aspecto causaba admiración. Era de color verde vivo,
y tenía reflejos de plata y oro al ondular gallardamente para gloria
del Rey Jesús. Luego entramos en un campo lleno de toda clase de
animales: el león, el cordero, el leopardo y el lobo, todos vivían allí
juntos en perfecta unión. Pasamos por en medio de ellos, y nos si-
guieron mansamente. De allí fuimos a un bosque, no sombrío como
los de la tierra actual, sino esplendente y glorioso en todo. Las ramas
de los árboles se mecían de uno a otro lado, y exclamamos todos:
“Moraremos seguros en el desierto y dormiremos en los bosques”.
Atravesamos los bosques en camino hacia el monte de Sion.
En el trayecto encontramos a un grupo que también contempla-
ba la hermosura del paraje. Advertí que el borde de sus vestiduras
era rojo; llevaban mantos de un blanco purísimo y muy brillantes
coronas. Cuando los saludamos pregunté a Jesús quiénes eran, y me
respondió que eran mártires que habían sido muertos por su nombre.
Los acompañaba una innúmera hueste de pequeñuelos que también
tenían un ribete rojo en sus vestiduras. El monte de Sion estaba