Página 57 - Consejos para la Iglesia (1991)

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Una visión de la recompensa de los fieles
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delante de nosotros, y sobre el monte había un hermoso templo.
Lo rodeaban otros siete montes donde crecían rosas y lirios. Los
pequeñuelos trepaban por los montes o, si lo preferían, usaban sus
alitas para volar hasta la cumbre de ellos y recoger inmarcesibles flo-
res. Toda clase de árboles hermoseaban los alrededores del templo:
el boj, el pino, el abeto, el olivo, el mirto, el granado y la higuera
doblegada bajo el peso de sus maduros higos, todos embellecían
aquel paraje. Cuando íbamos a entrar en el santo templo, Jesús alzó
su melodiosa voz y dijo: “Únicamente los 144.000 entran en este
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lugar”. Y exclamamos: “¡Aleluya!”
Este templo estaba sostenido por siete columnas de oro trans-
parente, con engastes de hermosísimas perlas. No me es posible
describir las maravillas que vi. ¡Oh, si yo supiera el idioma de Ca-
naán! ¡Entonces podría contar algo de la gloria del mundo mejor!
Vi tablas de piedra en que estaban esculpidos en letras de oro los
nombres de los 144.000. Después de admirar la gloria del templo,
salimos y Jesús nos dejó para ir a la ciudad. Pronto oímos su ama-
ble voz que decía: “Venid, pueblo mío; habéis salido de una gran
tribulación y hecho mi voluntad. Sufristeis por mí. Venid a la cena,
que yo me ceñiré para serviros”. Nosotros exclamamos: “¡Alelu-
ya! ¡Gloria!” y entramos en la ciudad. Vi una mesa de plata pura,
de muchos kilómetros de longitud, y sin embargo nuestra vista la
abarcaba toda. Vi el fruto del árbol de la vida, el maná, almendras,
higos, granadas, uvas y muchas otras especies de frutas. Le rogué
a Jesús que me permitiese comer del fruto y respondió: “Todavía
no. Quienes comen del fruto de este lugar ya no vuelven a la tierra.
Pero si eres fiel, no tardarás en comer del fruto del árbol de la vida y
beber del agua del manantial”. Y añadió: “Debes volver de nuevo
a la tierra y referir a otros lo que se te ha revelado”. Entonces un
ángel me transportó suavemente a este obscuro mundo. A veces me
parece que no puedo ya permanecer aquí; tan lóbregas me resultan
todas las cosas de la tierra. Me siento muy solitaria aquí, pues he
visto una tierra mejor. ¡Ojalá tuviese alas de paloma! Echaría a volar
para obtener descanso
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Primeros Escritos, 14-20
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