Página 99 - Consejos para la Iglesia (1991)

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“Heme aquí, señor, envíame a mí”
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Cada día que pasa nos acerca al fin. ¿Nos acerca también a
Dios? ¿Velamos en oración? Las personas con las que tratamos
continuamente necesitan recibir nuestras instrucciones. Es posible
que su estado mental sea tal que una sola palabra oportuna, grabada
en el alma por la influencia del Espíritu Santo, penetrará como un
clavo en el lugar apropiado. Puede ser que mañana algunas de estas
almas estén para siempre fuera de nuestro alcance. ¿Qué influencia
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ejercemos sobre esos compañeros de ruta? ¿Qué esfuerzo hacemos
para ganarlos para Cristo
Mientras los ángeles retienen los cuatro vientos, debemos tra-
bajar con toda nuestra capacidad. Debemos dar nuestro mensaje
sin dilación. Debemos dar al universo celestial y a los hombres de
esta época degenerada evidencia de que nuestra religión es una fe
y un poder de los cuales Cristo es el autor, y su Palabra el orácu-
lo divino. Hay almas humanas en la balanza. Serán súbditos del
reino de Dios o esclavos del despotismo de Satanás. Todos han de
tener oportunidad de aceptar la esperanza a ellos presentada en el
Evangelio; y ¿cómo pueden oír sin que haya quien les predique? La
familia humana necesita una renovación moral, una preparación del
carácter, a fin de poder subsistir en la presencia de Dios. Hay almas
a punto de perecer a causa de los errores teóricos prevalecientes des-
tinados a contrarrestar el mensaje del Evangelio. ¿Quiénes querrán
consagrarse ahora plenamente a la obra de colaborar juntamente con
Dios
Hoy muchísimos de los que componen nuestras congregaciones
están muertos en delitos y pecados. Van y vienen como la puerta
sobre sus goznes. Durante años han escuchado complacientemente
las verdades más solemnes y conmovedoras del alma, pero no las
han puesto en práctica. Por lo tanto, son menos y menos sensibles
a la preciosidad de la verdad. Los testimonios conmovedores de
reproche y amonestación ya no despiertan arrepentimiento en ellos.
Las melodías más dulces que provienen de Dios a través de los labios
humanos—la justificación por la fe y la justicia de Cristo—, no les
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arrancan una respuesta de amor y gratitud. Aunque el Mercader
celestial despliega delante de ellos las más ricas joyas de la fe y
el amor, aunque los invita a comprar de él “oro afinado en fuego”
y “vestiduras blancas” a fin de que sean vestidos, y “colirio” a fin
de que vean, endurecen sus corazones contra él, y no cambian su