Página 119 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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En la encrucijada de los caminos
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esperanza de vida inmortal. Encendióse así en Wittenberg una luz
cuyos rayos iban a esparcirse por todas partes del mundo y que
aumentaría en esplendor hasta el fin de los tiempos.
Pero la luz y las tinieblas no pueden conciliarse. Entre el error
y la verdad media un conflicto inevitable. Sostener y defender uno
de ellos es atacar y vencer al otro. Nuestro Salvador ya lo había
declarado: “No vine a traer paz, sino espada”.
Mateo 10:34 (VM)
. Y
el mismo Lutero dijo pocos años después de principiada la Reforma:
“No me conducía Dios, sino que me impelía y me obligaba; yo no
era dueño de mí mismo; quería permanecer tranquilo, y me veía
lanzado en medio de tumultos y revoluciones” (D’Aubigné, lib. 5,
cap. 2). En aquella época de su vida estaba a punto de verse obligado
a entrar en la contienda.
La iglesia romana hacía comercio con la gracia de Dios. Las
mesas de los cambistas (
Mateo 21:12
) habían sido colocadas junto
a los altares y llenaba el aire la gritería de los que compraban y
vendían. Con el pretexto de reunir fondos para la erección de la
iglesia de San Pedro en Roma, se ofrecían en venta pública, con
autorización del papa, indulgencias por el pecado. Con el precio
de los crímenes se iba a construir un templo para el culto divino, y
la piedra angular se echaba sobre cimientos de iniquidad. Empero
los mismos medios que adoptara Roma para engrandecerse fueron
los que hicieron caer el golpe mortal que destruyó su poder y su
soberbia. Aquellos medios fueron lo que exasperó al más abnegado
y afortunado de los enemigos del papado, y le hizo iniciar la lucha
que estremeció el trono de los papas e hizo tambalear la triple corona
en la cabeza del pontífice.
El encargado de la venta de indulgencias en Alemania, un monje
llamado Tetzel, era reconocido como culpable de haber cometido
las más viles ofensas contra la sociedad y contra la ley de Dios;
pero habiendo escapado del castigo que merecieran sus crímenes,
recibió el encargo de propagar los planes mercantiles y nada escru-
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pulosos del papa. Con atroz cinismo divulgaba las mentiras más
desvergonzadas y contaba leyendas maravillosas para engañar al
pueblo ignorante, crédulo y supersticioso. Si hubiese tenido este la
Biblia no se habría dejado engañar. Pero para poderlo sujetar bajo
el dominio del papado, y para acrecentar el poderío y los tesoros de
los ambiciosos jefes de la iglesia, se le había privado de la Escritura