Página 120 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El Conflicto de los Siglos
(véase Gieseler,
A Compendium of Ecclesiastical History
, período
4, sec. I, párr. 5).
Cuando entraba Tetzel en una ciudad, iba delante de él un men-
sajero gritando: “La gracia de Dios y la del padre santo están a las
puertas de la ciudad” (D’Aubigné, lib. 3, cap. 1). Y el pueblo reci-
bía al blasfemo usurpador como si hubiera sido el mismo Dios que
hubiera descendido del cielo. El infame tráfico se establecía en la
iglesia, y Tetzel ponderaba las indulgencias desde el púlpito como si
hubiesen sido el más precioso don de Dios. Declaraba que en virtud
de los certificados de perdón que ofrecía, quedábanle perdonados
al que comprara las indulgencias aun aquellos pecados que desease
cometer después, y que “ni aun el arrepentimiento era necesario”
(
ibíd
.). Hasta aseguraba a sus oyentes que las indulgencias tenían
poder para salvar no solo a los vivos sino también a los muertos,
y que en el instante en que las monedas resonaran al caer en el
fondo de su cofre, el alma por la cual se hacía el pago escaparía del
purgatorio y se dirigiría al cielo. Véase Hagenbach,
History of the
Reformation 1:96
.
Cuando Simón el Mago intentó comprar a los apóstoles el poder
de hacer milagros, Pedro le respondió: “Tu dinero perezca contigo,
porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero”.
He-
chos 8:20 (RV95)
. Pero millares de personas aceptaban ávidamente
el ofrecimiento de Tetzel. Sus arcas se llenaban de oro y plata. Una
salvación que podía comprarse con dinero era más fácil de obtener
que la que requería arrepentimiento, fe y un diligente esfuerzo para
resistir y vencer el mal (véase el Apéndice).
La doctrina de las indulgencias había encontrado opositores
entre hombres instruidos y piadosos del seno mismo de la iglesia de
Roma, y eran muchos los que no tenían fe en asertos tan contrarios
a la razón y a las Escrituras. Ningún prelado se atrevía a levantar la
voz para condenar el inicuo tráfico, pero los hombres empezaban a
turbarse y a inquietarse, y muchos se preguntaban ansiosamente si
Dios no obraría por medio de alguno de sus siervos para purificar su
iglesia.
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Lutero, aunque seguía adhiriéndose estrictamente al papa, estaba
horrorizado por las blasfemas declaraciones de los traficantes en
indulgencias. Muchos de sus feligreses habían comprado certifica-
dos de perdón y no tardaron en acudir a su pastor para confesar sus