La reforma en Francia
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pesar de su caída, el rebaño de este débil pastor se mantuvo firme.
Muchos dieron testimonio de la verdad entre las llamas. Con su
valor y fidelidad en la hoguera, estos humildes cristianos hablaron a
millares de personas que en días de paz no hubieran oído jamás el
testimonio de ellos.
No eran solamente los pobres y los humildes, los que en medio
del padecimiento y del escarnio se atrevían a ser testigos del Señor.
En las casas señoriles, en el castillo, en el palacio, había almas regias
para quienes la verdad valía más que los tesoros, las categorías
sociales y aun que la misma vida. La armadura real encerraba un
espíritu más noble y elevado que la mitra y las vestiduras episcopales.
Luis de Berquin era de noble alcurnia. Cortés y bravo caballero,
dedicado al estudio, de elegantes modales y de intachable moralidad,
“era dice un escritor fiel partidario de las instituciones del papa
y celoso oyente de misas y sermones, [...] y coronaba todas estas
virtudes aborreciendo de todo corazón el luteranismo”. Empero,
como a otros muchos, la Providencia le condujo a la Biblia, y quedó
maravillado de hallar en ella, “no las doctrinas de Roma, sino las
doctrinas de Lutero” (Wylie, lib. 13, cap. 9). Desde entonces se
entregó con entera devoción a la causa del evangelio.
“Siendo el más instruido entre todos los nobles de Francia”,
su genio y elocuencia y su valor indómito y su celo heroico, tanto
como su privanza en la corte—por ser favorito del rey—lo hicie-
ron considerar por muchos como el que estaba destinado a ser el
reformador de su país. Beza dijo: “Berquin hubiera sido un segundo
Lutero, de haber hallado en Francisco I un segundo Elector”. Los
papistas decían: “Es peor que Lutero” (
ibíd
.). Y efectivamente, era
más temido que Lutero por los romanistas de Francia. Le echaron
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en la cárcel por hereje, pero el rey mandó soltarle. La lucha duró
varios años. Francisco fluctuaba entre Roma y la Reforma, tolerando
y restringiendo alternadamente el celo bravío de los frailes. Tres
veces fue apresado Berquin por las autoridades papales, para ser
librado otras tantas por el monarca, quien, admirando su genio y la
nobleza de su carácter, se negó a sacrificarle a la malicia del clero.
Berquin fue avisado repetidas veces del peligro que le amenazaba
en Francia e instado para que siguiera el ejemplo de aquellos que
habían hallado seguridad en un destierro voluntario. El tímido y
contemporizador Erasmo, que con todo el esplendor de su erudición