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              El Conflicto de los Siglos
            
            
              carecía sin embargo de la grandeza moral que mantiene la vida y el
            
            
              honor subordinados a la verdad, escribió a Berquin: “Solicita que
            
            
              te manden de embajador al extranjero; ve y viaja por Alemania.
            
            
              Ya sabes lo que es Beda: un monstruo de mil cabezas, que destila
            
            
              ponzoña por todas partes. Tus enemigos son legión. Aunque fuera tu
            
            
              causa mejor que la de Cristo, no te dejarán en paz hasta que hayan
            
            
              acabado miserablemente contigo. No te fíes mucho de la protección
            
            
              del rey. Y sobre todas las cosas, te encarezco que
            
            
              no me comprometas
            
            
              con la facultad de teología” (
            
            
              ibíd
            
            
              .).
            
            
              Pero cuanto más cuerpo iban tomando los peligros, más se afir-
            
            
              maba el fervor de Berquin. Lejos de adoptar la política y el egoísmo
            
            
              que Erasmo le aconsejara, resolvió emplear medios más enérgicos y
            
            
              eficaces. No quería ya tan solo seguir siendo defensor de la verdad,
            
            
              sino que iba a intentar atacar el error. El cargo de herejía que los
            
            
              romanistas procuraban echarle encima, él iba a devolvérselo. Los
            
            
              más activos y acerbos de sus opositores eran los sabios doctores y
            
            
              frailes de la facultad de teología de la universidad de París, una de
            
            
              las más altas autoridades eclesiásticas de la capital y de la nación.
            
            
              De los escritos de estos doctores entresacó Berquin doce proposicio-
            
            
              nes, que declaró públicamente “contrarias a la Biblia, y por lo tanto
            
            
              heréticas”; y apeló al rey para que actuara de juez en la controversia.
            
            
              El monarca, no descontento de poner frente a frente el poder y
            
            
              la inteligencia de campeones opuestos, y de tener la oportunidad de
            
            
              humillar la soberbia de los altivos frailes, ordenó a los romanistas que
            
            
              defendiesen su causa con la Biblia. Bien sabían estos que semejante
            
            
              arma de poco les serviría; la cárcel, el tormento y la hoguera eran las
            
            
              armas que mejor sabían manejar. Cambiadas estaban las suertes y
            
            
              ellos se veían a punto de caer en la sima a que habían querido echar
            
            
              a Berquin. Puestos así en aprieto no buscaban más que un modo de
            
            
              escapar.
            
            
              [201]
            
            
              “Por aquel tiempo, una imagen de la virgen, que estaba colocada
            
            
              en la esquina de una calle, amaneció mutilada”. Esto produjo gran
            
            
              agitación en la ciudad. Multitud de gente acudió al lugar dando
            
            
              señales de duelo y de indignación. El mismo rey fue hondamente
            
            
              conmovido. Vieron en esto los monjes una coyuntura favorable para
            
            
              ellos, y se apresuraron en aprovecharla. “Estos son los frutos de
            
            
              las doctrinas de Berquin—exclamaban—. Todo va a ser echado por