Página 201 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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La reforma en Francia
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tierra, la religión, las leyes, el trono mismo, por esta conspiración
luterana” (
ibíd
.).
Berquin fue aprehendido de nuevo. El rey salió de París y los
frailes pudieron obrar a su gusto. Enjuiciaron al reformador y le
condenaron a muerte, y para que Francisco no pudiese interponer
su influencia para librarle, la sentencia se ejecutó el mismo día en
que fue pronunciada. Al medio día fue conducido Berquin al lugar
de suplicio. Un inmenso gentío se reunió para presenciar el auto, y
muchos notaron con turbación y espanto que la víctima había sido
escogida de entre las mejores y más valientes familias nobles de
Francia. La estupefacción, la indignación, el escarnio y el odio, se
pintaban en los semblantes de aquella inquieta muchedumbre; pero
había un rostro sin sombra alguna, pues los pensamientos del mártir
estaban muy lejos de la escena del tumulto, y lo único que percibía
era la presencia de su Señor.
La miserable carreta en que lo llevaban, las miradas de enojo que
le echaban sus perseguidores, la muerte espantosa que le esperaba,
nada de esto le importaba; el que vive, si bien estuvo muerto, pero
ahora vive para siempre y tiene las llaves de la muerte y del infierno,
estaba a su lado. El semblante de Berquin estaba radiante de luz
y paz del cielo. Vestía lujosa ropa, y llevaba “capa de terciopelo,
justillo de raso y de damasco, calzas de oro” (D’Aubigné,
Histoire
de la Réformation au temps de Calvin
, lib. 2, cap. 16). Iba a dar
testimonio de su fe en presencia del Rey de reyes y ante todo el
universo, y ninguna señal de duelo empañaba su alegría.
Mientras la procesión desfilaba despacio por las calles atestadas
de gente, el pueblo notaba maravillado la paz inalterable y el gozo
triunfante que se pintaban en el rostro y el continente del mártir.
“Parece—decían—como si estuviera sentado en el templo meditando
en cosas santas” (Wylie, lib. 13, cap. 9).
Ya atado a la estaca, quiso Berquin dirigir unas cuantas palabras
al pueblo, pero los monjes, temiendo las consecuencias, empezaron a
dar gritos y los soldados a entrechocar sus armas, y con esto ahogaron
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la voz del mártir. Así fue como en 1529, la autoridad eclesiástica y
literaria más notable de la culta ciudad de París, “dio al populacho
de 1793 el vil ejemplo de sofocar en el cadalso las sagradas palabras
de los moribundos” (
ibíd
.).