Página 216 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El Conflicto de los Siglos
dedicarse al estudio, y desde allí, por medio de la prensa, instruir
y edificar a las iglesias. Pero la solemne amonestación de Farel le
pareció un llamamiento del cielo, y no se atrevió a oponerse a él. Le
pareció, según dijo, “como si la mano de Dios se hubiera extendido
desde el cielo y le sujetase para detenerle precisamente en aquel
lugar que con tanta impaciencia quería dejar” (D’Aubigné,
Histoire
de la Réformation au temps de Calvin
, lib. 9, cap. 17).
La causa protestante se veía entonces rodeada de grandes peli-
gros. Los anatemas del papa tronaban contra Ginebra, y poderosas
naciones amenazaban destruirla. ¿Cómo iba tan pequeña ciudad a
resistir a la poderosa jerarquía que tan a menudo había sometido
a reyes y emperadores? ¿Cómo podría vencer los ejércitos de los
grandes capitanes del siglo? En toda la cristiandad se veía ame-
nazado el protestantismo por formidables enemigos. Pasados los
primeros triunfos de la Reforma, Roma reunió nuevas fuerzas con la
esperanza de acabar con ella. Entonces fue cuando nació la orden
de los jesuitas, que iba a ser el más cruel, el menos escrupuloso y
el más formidable de todos los campeones del papado. Libres de
todo lazo terrenal y de todo interés humano, insensibles a la voz del
afecto natural, sordos a los argumentos de la razón y a la voz de la
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conciencia, no reconocían los miembros más ley, ni más sujeción
que las de su orden, y no tenían más preocupación que la de exten-
der su poderío (véase el Apéndice). El evangelio de Cristo había
capacitado a sus adherentes para arrostrar los peligros y soportar
los padecimientos, sin desmayar por el frío, el hambre, el trabajo o
la miseria, y para sostener con denuedo el estandarte de la verdad
frente al potro, al calabozo y a la hoguera. Para combatir contra estas
fuerzas, el jesuitismo inspiraba a sus adeptos un fanatismo tal, que
los habilitaba para soportar peligros similares y oponer al poder de
la verdad todas las armas del engaño. Para ellos ningún crimen era
demasiado grande, ninguna mentira demasiado vil, ningún disfraz
demasiado difícil de llevar. Ligados por votos de pobreza y de hu-
mildad perpetuas, estudiaban el arte de adueñarse de la riqueza y
del poder para consagrarlos a la destrucción del protestantismo y al
restablecimiento de la supremacía papal.
Al darse a conocer como miembros de la orden, se presentaban
con cierto aire de santidad, visitando las cárceles, atendiendo a los
enfermos y a los pobres, haciendo profesión de haber renunciado al