Página 272 - El Conflicto de los Siglos (2007)

Basic HTML Version

268
El Conflicto de los Siglos
sus dichos, definió el casamiento republicano como ‘el sacramento
del adulterio’” (Scott, tomo 1, cap. 17).
“En donde también el Señor de ellos fue crucificado”. En Francia
se cumplió también este rasgo de la profecía. En ningún otro país
se había desarrollado tanto el espíritu de enemistad contra Cristo.
En ninguno había hallado la verdad tan acerba y cruel oposición.
En la persecución con que Francia afligió a los que profesaban el
evangelio, crucificó también a Cristo en la persona de sus discípulos.
Siglo tras siglo la sangre de los santos había sido derramada.
Mientras los valdenses sucumbían en las montañas del Piamonte “a
causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús”, sus hermanos,
los albigenses de Francia, testificaban de la misma manera por la
verdad. En los días de la Reforma los discípulos de esta habían
sucumbido en medio de horribles tormentos. Reyes y nobles, mujeres
de elevada alcurnia, delicadas doncellas, la flor y nata de la nación,
se habían recreado viendo las agonías de los mártires de Jesús. Los
valientes hugonotes, en su lucha por los derechos más sagrados al
corazón humano, habían derramado su sangre en muchos y rudos
combates. Los protestantes eran considerados como fuera de la ley;
sus cabezas eran puestas a precio y se les cazaba como a fieras.
La “iglesia del desierto”, es decir, los pocos descendientes de
los antiguos cristianos que aún quedaban en Francia en el siglo
XVIII, escondidos en las montañas del sur, seguían apegados a
la fe de sus padres. Cuando se arriesgaban a congregarse en las
faldas de los montes o en los páramos solitarios, eran cazados por
los soldados y arrastrados a las galeras donde llevaban una vida
de esclavos hasta su muerte. A los habitantes más morales, más
[275]
refinados e inteligentes de Francia se les encadenaba y torturaba
horriblemente entre ladrones y asesinos (Wylie, lib. 22, cap. 6).
Otros, tratados con más misericordia, eran muertos a sangre fría y a
balazos, mientras que indefensos oraban de rodillas. Centenares de
ancianos, de mujeres indefensas y de niños inocentes, eran dejados
muertos en el mismo lugar donde se habían reunido para celebrar su
culto. Al recorrer la falda del monte o el bosque para acudir al punto
en donde solían reunirse, no era raro hallar “a cada trecho, cadáveres
que maculaban la hierba o que colgaban de los árboles”. Su país,
asolado por la espada, el hacha y la hoguera, “se había convertido
en vasto y sombrío yermo”. “Estas atrocidades no se cometieron